El precio de una broma
Quince años juntos. Parecía una familia normal de Sevilla: Esteban y Marta, con sus dos hijos, Javier y Lucía. Unida, amorosa, bien considerada por todos. Sus amigos los llamaban el matrimonio perfecto. Vivían en armonía, sin peleas, con cariño y respeto. Parecía que la felicidad había echado raíces en su hogar.
Esteban era un bromista nato. Le encantaban las burlas, pero no las simples, sino esas que dejaban a los demás con los pelos de punta.
Podía envolver plastilina en el papel de un caramelo, idéntica en color y forma. O rellenar galletas con pasta de dientes. O verter salsa de soja en una botella de refresco, imitando la Coca-Cola. Una vez, en una fiesta, sus víctimas mordieron bombones esperando crema y encontraron arcilla. Él se reía hasta llorar, pero los demás… no tanto.
—Esteban, por favor— le suplicaba Marta una y otra vez—. Hoy no. Que nuestro aniversario pase en paz. Sin tus bromas.
—Te lo juro, ni una sola, solo celebración— prometió él el día de sus bodas de cristal.
La casa se preparaba para los invitados. Marta cocinaba, los hijos decoraban el salón. A Esteban le dieron una larga lista de la compra y salió al supermercado. Regresó dos horas después, pero allí le esperaba la primera sorpresa: alguien había aparcado en su sitio.
Molesto, dejó una nota al “infractor” y estacionó en el patio. Las bolsas pesaban, pero tenía prisa: sin esos ingredientes, no habría comida.
Subió. Sacó la llave… pero no giraba. Le corrió un sudor frío. Timbró, pero el sonido era distinto al de siempre. La puerta se abrió, y…
Una mujer desconocida, en bata y rulos, lo miró con impaciencia.
—¡Por fin! ¡Llevamos llamando a todo el supermercado! ¿Dónde está la compra?— le espetó.
Esteban se quedó petrificado.
Apareció el marido de la mujer, un hombre robusto y afable llamado Antonio.
—Carmen, debe ser el repartidor.
—¿Cuánto es? ¿Dónde está el ticket?— Carmen ya rebuscaba en las bolsas.
—Perdonen…— la voz de Esteban tembló—. Esto es mi casa. Calle del Río, 12, piso 3, ¿no?
—Sí, así es. La compramos hace cinco años a una mujer con dos hijos. Creo que se llamaba Marta, y los niños, Javier y Lucía.
Esteban casi suelta las bolsas. El corazón se le encogió. Sacó el DNI, mostró el domicilio. Todo encajaba: piso 3.
—Pase, vea por sí mismo— dijo Carmen.
Entró… y todo era distinto. Muebles nuevos, paredes repintadas. Nada le resultaba familiar. La cabeza le daba vueltas. Cayó en una silla. Aparecieron los hijos de Carmen, de edad similar a los suyos. Risas, voces, bullicio. Era como una pesadilla.
Sacó el móvil. Llamó a Marta.
—Marta… ¿qué pasa? ¿Dónde estás? ¿Por qué hay extraños en nuestra casa?
—Martita, ¿vienes?— se oyó una voz masculina al fondo.
—¡Ahora, cariño!— respondió ella alegre. Luego, al teléfono—: ¿Perdone? ¿Quién es?
—¡Marta! ¡Soy yo, Esteban!
—¿Quién? ¿Esteban? ¿Estás de broma? Cinco años sin saber de ti, y ahora apareces así…
—¡¿Qué cinco años?! ¡Salí al supermercado hace dos horas!
—Te fuiste el día del aniversario y desapareciste. Ni una palabra. Vendí el piso, no podía sola. Los niños crecieron. Tengo otra vida. Estoy casada. Vivimos en la casa de mi marido…
—¡Espera! ¡¿Qué dices?!— las lágrimas le ahogaban—. ¿Esto es una broma? ¿Una alucinación?
—No, Esteban. Tú nos gastaste bromas años enteros. Hoy probaste tu propia medicina…
Y entonces… entraron los niños, Marta, los vecinos, los amigos. Entre risas y aplausos.
—¡Sorpresa!— gritaron al unísono.
Las rodillas le flaquearon. Miró alrededor: caras conocidas. Todo era como una obra de teatro.
—Fue una broma— confirmó Marta—. La planeamos seis meses. Quisimos que sintieras lo que es ser el blanco de una burla.
—Estáis… locos…— susurró él, tembloroso, buscando las gotas de valeriana.
—Conoce a Antonio y Carmen. Actores del teatro local. Hicieron un papel magnífico.
—¿Y el timbre? ¿La cerradura?
—Antonio es manitas. Cambió la cerradura y el timbre. Todo según el guion.
—¿Y la voz al teléfono?
—Mi primo Rafa. Se tapó la boca con un pañuelo para que no lo reconocieras.
Esteban se dejó caer en el sofá, y Marta le alcanzó un vaso de agua con ternura.
—Mamá— susurró Javier—, ¿no nos habremos pasado?
—Ojalá entienda por fin cómo se sienten los demás. Creo que ahora las bromas se acabarán.
Y, en efecto, lo entendió. Para siempre.