—Qué cosas no pasan en la vida— pensaba para sí misma Carmen mientras se acomodaba en su sillón favorito. —Hay parejas que llevan años juntas y, de repente, se separan como si nada. Es increíble. Conozco a muchas así, y yo misma soy una de ellas. Aunque en mi caso no aguanté tanto a mi tirano, pero bueno, eso ya es pasado.
Carmen, recién jubilada, vivía sola. Su hija, Lucía, estaba casada y vivía en Madrid con su familia. Se marchó del pueblo después del instituto, estudió en la universidad y allí conoció a su marido. Ahora solo venía de visita de vez en cuando, entre el trabajo y los niños, apenas tenía tiempo. La nieta, Alba, iba al cole.
Cuando aún trabajaba, sus compañeras le decían:
—Carmen, ¿cómo es que sigues sola? Hay tantos hombres solteros por ahí. Viudos, divorciados… Podrías conocer a alguien. Hay anuncios en los periódicos, revistas, incluso en internet.
—¿Yo llamar a un hombre? Qué vergüenza— se defendía ella. —Además, si está divorciado, algo raro tendrá. Las mujeres no se separan de los buenos maridos, los que valen la pena ya están ocupados. No me fío.
—Pero, mujer, nadie te obliga a casarte— insistía más que todas su amiga Marisol, quien había conocido a su marido por un anuncio en el Hola y ahora vivía feliz dando consejos a todo el mundo. —Hablas un rato, y si no te gusta, no le llamas más. ¿Dónde está el problema?
### El anuncio
Al final, Carmen se animó. La primera vez fue raro, marcar el número de un desconocido le dio un poco de miedo, pero luego pensó:
—Al fin y al cabo, ¿qué más da? Hablamos por teléfono, ni nos vemos. Si no hay feeling, no vuelvo a llamar.
Llamó a varios. Hombres distintos, claro, y desde la primera conversación ya sabía si valía la pena seguir. Empezó a ver las cosas de otra manera:
—Quizás no siempre es culpa del hombre. Las mujeres también tenemos nuestros defectos, y a veces somos nosotras las que arruinamos un matrimonio. Pero bueno, en casa ajena, no se mete la cuchara.
Así que, de vez en cuando, Carmen seguía probando suerte con los anuncios, pero nadie la convencía. Prefería evitar a los divorciados, no se fiaba. Pero el destino la llevó a conocer a uno. Se llamaba Antonio, y desde el primer momento le gustó su forma de hablar. Pasaban horas al teléfono.
Antonio vivía en un pueblo cercano, tenía su propia casa y una pequeña granja. Un día, la invitó:
—¿Por qué no vienes a verme, Carmen? Ya hemos hablado mucho. Si no te hubiera caído bien, no seguirías llamando. Te recojo en la parada, ¿vale?
—Vale, quedamos así— aceptó ella.
Le gustaba cómo hablaba, cómo trataba a las mujeres. No hablaba mal de su exmujer. Según él, se habían separado después de muchos años juntos, cuando los hijos ya eran mayores y vivían por su cuenta.
Carmen no quiso indagar. A ella tampoco le gustaba hablar de su divorcio, así que lo entendía. ¿Para qué remover el pasado?
Pero algo la inquietó cuando preguntó:
—Antonio, ¿ves a tus hijos? ¿Vienen a visitarte?
—No, no hablamos— contestó él. —Están del lado de su madre. Ni llaman, ni vienen.
Eso le hizo ruido.
—Pase lo que pase entre los padres, los hijos no deberían dejar de hablar con ellos— pensaba Carmen. —Si no hay contacto, es que algo grave pasó.
Pero no se lo dijo.
### La visita
El día llegó. Antonio le explicó dónde bajarse:
—Hay un cruce con una torre eléctrica grande. Ahí es. Yo te espero.
—Vale, espero no perderme— contestó ella. —Si me lío, pregunto.
Iba nerviosa en el autobús, pero al ver el cruce, respiró hondo. Bajó y allí estaba él, alto y de buen ver. Se miraron, y él sonrió.
—¿Carmen?
—Sí, soy yo— respondió ella, y su sonrisa le gustó.
—Pues yo soy Antonio. Vamos, mi coche está ahí— señaló un todoterreno negro. —Te enseñaré mi casa.
Le gustó el detalle de las flores y que no la hiciera esperar. Llegaron rápido. La casa era grande, de dos plantas, con un patio impecable. Entraron, y todo estaba ordenado, limpio.
—Debe de ser muy limpio— pensó Carmen. —Lleva años separado, y esto parece cuidado por una mujer.
Mientras recorría la casa, Antonio le explicaba cada detalle, pero ella empezó a dudar.
—Si su mujer lo dejó todo atrás, ¿por qué? Casa, jardín, recuerdos… ¿Qué le habrá hecho?
### La prueba
Después del café, Antonio soltó de golpe:
—Bueno, Carmen, ahora te pondré a prueba.
—¿Cómo?— se sorprendió ella.
—Limpia la mesa bien, que no quede ni una miga, friega los platos y luego el suelo. Después iremos al corral a ordeñar la vaca. A ver cómo se te da.
Carmen se quedó de piedra. Aunque él no lo hubiera dicho tan brusco, ella habría limpiado igual, pero… ¿así, a la primera?
Lavó los platos y limpió la mesa, consciente de que él la observaba de reojo.
—El suelo no pienso fregártelo— dijo de pronto. —Podrías habérmelo pedido de otra manera. Esto no me gusta.
Antonio intentó tomarlo a broma, pero insistió con la vaca. Ella se negó. Entonces, él se sinceró:
—Mira, si vamos a hablar claro, te digo mis condiciones. La mujer que venga a vivir conmigo debe aportar su parte. Tú también traerás una vaca, gallinas, ovejas… Nada de venderlas a tu familia, yo las recojo en el coche y las traigo aquí.
Carmen se rió sin ganas.
—Vaya, Antonio, qué listo eres. Ni siquiera me has preguntado si quiero algo contigo, y ya estás repartiendo mi ganado. ¿Crees que porque me gusta tu casa quiero mudarme ya? No, gracias. No me gustas tú, ni tu vaca, ni tu casa perfecta. Menos mal que me has dejado ver tu verdadera cara a tiempo.
Cogió el bolso y añadió:
—No me acompañes. Sé volver sola. Adiós.
Mientras caminaba hacia la parada, una vecina la alcanzó.
—¿Eres la nueva de Antonio?— preguntó la mujer. —Ese tiene a todas limpiando y cocinando para él, y nunca está contento. A su pobre mujer la llevó al límite. Cuando se separaron, no le dejó llevarse ni los tiestos. Solo su ropa. Hasta pleitearon por la casa, pero no sé si ella logró algo. Huye de ese hombre.
Carmen ya lo tenía claro: de los buenos maridos, no se huye.