Conociendo Nuevas Perspectivas

—Qué cosas no pasan en la vida— pensaba Felisa para sí— hay gente que vive junta años y años y, de repente, se separan así como si nada. Qué raro es todo. Conozco a varios así, y yo misma soy un ejemplo. Aunque con mi tirano no duré tanto, es parte de mi pasado.

Felisa acababa de jubilarse y vivía sola. Su hija estaba casada y vivía en la ciudad con su familia. Se fue del pueblo tras terminar el instituto, entró en la universidad y luego se casó. Ahora solo venía de visita de vez en cuando; entre el trabajo y los niños, no había tiempo. Su nieta iba al colegio.

Cuando aún trabajaba, sus compañeras le decían:

—Felisa, ¿por qué estás siempre sola? Hay tantos hombres solteros por ahí. Algunos son viudos, otros divorciados porque su matrimonio no funcionó. Podrías conocer a alguien, hay anuncios en los periódicos, revistas, hasta en internet.

—Qué vergüenza lo de iniciar yo el contacto— se justificaba— ¿Cómo voy a llamar yo a un hombre? Además, si está divorciado, algo tendrá. Estoy segura de que las mujeres no abandonan a los buenos maridos, y los buenos ya están ocupados. No me fío.

—Felisa, nadie te obliga a casarte— insistía sobre todo Lucía, quien había encontrado a su marido por un anuncio en el periódico y ahora vivía feliz— Puedes hablar, y si no te gusta, no llamas más. ¿Qué tiene de malo?

**El primer anuncio**

Al final, Felisa se animó a responder a un anuncio. Al principio, marcar el número le dio miedo y vergüenza, pero luego pensó:

—Al fin y al cabo, ¿qué hay de malo? Hablamos por teléfono, no nos vemos, y si no me gusta, no vuelvo a llamar.

Probó varias veces. Los hombres eran distintos, y ya en la primera conversación sabía si valía la pena seguir. Empezó a verlos de otra manera:

—Igual en un divorcio no siempre tiene la culpa el hombre. Las mujeres tampoco somos santas. A veces ellas son las responsables. En fin, matrimonio ajeno, oscuridad.

Así que, poco a poco, Felisa fue conociendo hombres por anuncios, pero ninguno la convenció. Evitaba a los divorciados, no confiaba en ellos. Hasta que el destino le puso frente a uno. Se llamaban por teléfono, y desde el primer minuto, Agustín le cayó bien. Charlaban durante horas.

Él vivía en un pueblo cercano. Por lo que contaba, tenía casa propia y un pequeño huerto. Por eso la invitó a ella primero:

—Ven a verme, Felisa. Ya hablamos bastante. Si no te hubiera gustado, no seguirías llamando. Te recojo en la parada, ¿de acuerdo?

—Vale, quedamos así— respondió ella.

Agustín le gustaba por su forma de hablar y de tratar a las mujeres. No habló mal de su exmujer. Según él, se divorciaron después de muchos años juntos, cuando los hijos ya eran mayores e independientes.

Felisa no le preguntó los motivos del divorcio. A ella tampoco le gustaba hablar de su pasado, así que entendía a los demás. ¿Para qué remover lo ya olvidado?

Pero algo le llamó la atención:

—Agustín, ¿ves a tus hijos? ¿Vienen a visitarte?

—No, no hablamos— contestó él— Están del lado de su madre y ni me llaman, menos aún vienen.

Esa respuesta la hizo dudar.

—Pase lo que pase entre marido y mujer, los hijos no deben dejar de ver a sus padres— pensaba Felisa— Si no hablan con su padre, será por algo grave.

**La visita**

El día acordado, Felisa tomó el autobús, nerviosa al principio, pero se tranquilizó poco a poco. Al bajar, vio a un hombre alto y bien parecido sonriéndole.

—¿Felisa?

—Sí, soy yo— contestó ella con una sonrisa que a Agustín le gustó.

—Pues yo soy Agustín. Vamos, mi coche está ahí— señaló un todoterreno negro— Te llevo a casa.

Felisa apreció el detalle: la había recibido con flores y no la hizo esperar. Llegaron pronto. La casa era grande, de dos plantas, con un patio impecable. Se notaba que allí vivían personas trabajadoras.

Antes, Agustín vivía allí con su mujer. Felisa vio que la casa seguía cuidada, como si aún hubiera una mujer en ella. Todo era cómodo y acogedor.

—Debe de ser ordenado, si después de tanto tiempo sigue así— pensó. Pero empezaron a asaltarle dudas:

—Su mujer se fue y le dejó todo. ¿Qué la obligó a irse? La casa, a la que dedicó años de esfuerzo, sigue siendo suya. ¿Qué dirá si le pregunto?

Mientras recorría las habitaciones, recordó a otras mujeres del pueblo que aguantaban maridos borrachos y maltratadores, pero no se marchaban porque no tenían adónde ir. Ninguna de sus casas se comparaba con esta.

—Siéntate— dijo Agustín— Vamos a tomar algo.

—¿Te ayudo?— preguntó ella, casi por educación.

—No, qué va, yo me encargo.

Sacó tazas del armario y sirvió el té con cuidado. Hasta cortó él mismo el pastel y le sirvió un trozo.

—Buen provecho— dijo— ¿Quieres un poco de vino?

—No, gracias, no bebo.

—Bien hecho. Yo tampoco, solo en ocasiones especiales.

Mientras tomaban el té, charlaron de todo. Ella alabó la casa:

—Es preciosa y sólida. Se nota que la cuidas bien.

**La prueba**

—Claro, una casa necesita mano firme— contestó Agustín, mirando la cocina con satisfacción— Si no, todo se viene abajo. Hay que reparar, pintar…

Terminaron y, de repente, él soltó:

—Ahora, Felisa, voy a ponerte a prueba.

—¿Cómo?

—Limpia la mesa, friega los platos, luego el suelo. Después iremos al establo a ordeñar la vaca. Quiero ver cómo lo haces.

Felisa lo miró atónita. Ni siquiera le había dado tiempo a ofrecerse. Quién habla así a una invitada. Aun así, lavó las tazas y limpió la mesa. Agustín la observaba como un juez.

—El suelo no lo voy a fregar. Podrías habérmelo pedido de otra forma. No me gusta que me vigilen.

Él intentó tomarlo a broma, pero insistió en lo de la vaca. Ella se negó. Finalmente, él se sinceró:

—Si hablamos claro, te diré mis condiciones. La mujer que venga a vivir conmigo debe traer su ajuar. Tú también vendrás con una vaca, gallinas y ovejas. No se las des a tus parientes, yo las llevaré en mi coche.

Felisa soltó una carcajada:

—¡Vaya tío listo! Ni siquiera he dicho que quiera algo contigo, y ya estás repartiendo tareas. ¿Crees que por haberme gustado tu casa ya me muero por mudarme? No, gracias. Quieres que trabajen para ti mientras das órdenes. No me interesa. Ni tú, ni tu vaca, ni tu casa. ¡Dios me libre de un hombre como tú!

Agarró su bolso y añadió:

—No me acompañes, encontraré el autobús sola. Adiós.

Mientras caminaba, una vecina la alcanzó y le contó:

—A este Agustín vienen muchas mujeres. Limpian, cocinan, y nunca está satisfecho. Su exmujer se fue solo con su ropa, ni las macetas pudo llevarse. Intentó demandarle, pero no sé si lo logró. Huye de él.

Felisa lo entendió al fin: de los buenos maridos, no se huye.

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