—Qué cosas no pasan en la vida— pensó para sí Carmela, solitaria en su cocina—. Un día la gente vive junta años y años, y de repente, puf, se separan. Es curioso. Conozco a muchos así, y yo misma soy una de ellas. Aunque con mi tirano no duré tanto, pero bueno, es parte de mi pasado.
Carmela, recién jubilada, vivía sola. Su hija, casada, se había marchado del pueblo tras terminar el instituto, estudió en la ciudad y allí formó su propia familia. Ahora solo venía de visita, entre trabajo y trabajo, sin tiempo para más. La nieta, en el colegio.
Cuando aún trabajaba, sus compañeras le decían:
—Carmela, ¿por qué siempre sola? Mira cuántos hombres hay por ahí. Viudos, divorciados… Gente a la que no le funcionó el matrimonio. Anúnciate en el periódico, en revistas o en internet.
—Qué vergüenza llamar yo primero— se defendía—. Además, si un hombre está divorciado, algo malo tendrá. Las mujeres no abandonan a los buenos maridos, y los buenos ya están casados. No me fío.
—Nadie te obliga a casarte, Carmela— insistía especialmente Luisa, quien encontró a su marido por un anuncio y ahora vivía feliz, repartiendo consejos a diestro y siniestro—. Hablas, y si no te gusta, no llamas más. ¿Qué tiene de malo?
**El anuncio**
Al final, Carmela se decidió. Marcó el número del anuncio, nerviosa, pero tras el primer intento pensó:
—¿Y qué? Hablamos sin vernos. Si no me gusta, no vuelvo a llamar.
Llamó a varios. Unos le caían bien, otros no. Empezó a entender que quizá no siempre era culpa del hombre.
—A veces la mujer también tiene la culpa. Cada familia es un mundo.
Siguió probando suerte con anuncios, pero ninguno le convencía. Evitaba a los divorciados, desconfiada, pero el destino le puso delante a uno: Javier. Desde la primera llamada, le gustó. Hablaron mucho por teléfono.
Vivía en un pueblo cercano, en una casa con terreno. Un día la invitó:
—Ven a verme, Carmela. Llevamos tiempo hablando. Si no te gustara, ya habrías dejado de llamar. Te recojo en la parada, ¿vale?
—Vale— aceptó.
Javier le caía bien. No hablaba mal de su exmujer, solo decían que se separaron tras años de matrimonio, con los hijos ya independientes.
Carmela no preguntó más. A ella tampoco le gustaba remover el pasado. Pero algo le chirrió cuando preguntó:
—¿Ves a tus hijos? ¿Te visitan?
—No. Están con su madre. Ni llaman— respondió él.
Eso le preocupó.
—Los hijos deben tener relación con su padre, pase lo que pase— pensó—. Si no lo hacen, algo grave habrá pasado.
**La visita**
Llegó el día. Javier le explicó dónde bajarse:
—En el cruce, junto al transformador. Allí te espero.
—Vale, espero no perderme— dijo ella, aunque sabía que preguntaría si hacía falta.
Nerviosa al subir al autobús, se calmó poco a poco. Al bajar, vio a un hombre alto, de buen ver, sonriéndole.
—¿Carmela?
—Sí— respondió ella, devolviendo la sonrisa.
—Pues yo soy Javier. Vamos, ahí está mi coche— señaló un todoterreno negro—. Te enseño mi casa.
Le gustó el detalle de las flores, que no la hizo esperar.
La casa era grande, de dos plantas, impecable. El jardín, cuidado. Todo ordenado.
—¿Tan limpio él solo?— pensó—. Lleva años divorciado.
Pero empezó a dudar.
—¿Por qué su mujer lo dejó todo atrás? Una casa así, llena de esfuerzo…
Javier la guió por las habitaciones, orgulloso. Carmela admiraba, pero la inquietud crecía.
—Siéntate— dijo él—. Tomaremos un café.
—¿Te ayudo?— preguntó por educación.
—No, yo me encargo.
Sacó tazas del armario, sirvió el café ya preparado y cortó un pastel con esmero.
—Por cierto, ¿quieres vino?— ofreció.
—No, gracias.
—Bien, yo tampoco bebo mucho. Solo en fiestas.
Charlaron. Carmela alabó la casa.
—Se nota que la cuidas.
—Claro, una casa requiere atención— dijo él, mirando alrededor con orgullo.
**La prueba**
Tras el café, Javier soltó:
—Ahora te pondré a prueba.
Carmela parpadeó.
—¿Cómo?
—Limpia la mesa, friega los platos, pasa la fregona. Luego iremos al establo a ordeñar la vaca.
Ella se quedó helada.
—Si me lo hubieras pedido amablemente, lo habría hecho. Pero así… No pienso fregar el suelo. Y no me gusta que me vigilen— dijo firme.
Javier intentó tomárselo a broma, pero insistió con la vaca. Ella se negó. Entonces él se sinceró:
—Si vamos a hablar claro, te diré mis condiciones. La mujer que venga a vivir conmigo debe aportar una dote. Vente con tu vaca, gallinas y ovejas. Vendré a recogerlas.
Carmela se rió.
—¡Vaya ocurrencia! Ni siquiera he dicho que quiera volver a verte, y ya estás repartiendo órdenes. ¿Crees que por admirar tu casa quiero mudarme? No, gracias. Ni tú, ni tu vaca, ni tu casa me interesan. ¡Dios me libre de un hombre como tú!
Tomó su bolso y salió.
—No me acompañes— dijo sin mirar atrás.
Camino a la parada, una vecina la alcanzó.
—A ese Javier vienen muchas mujeres. Limpian, cocinan… Pero nunca le gusta nada. A su exmujer la hundió a exigencias. Cuando se divorciaron, no le dejó llevarse ni un maceto. Solo su ropa. Intentó reclamar su parte de la casa, pero no sé si lo logró. Huye de él.
Carmela lo entendió al fin: *Ninguna mujer abandona a un buen hombre.*