Una noche fría en Madrid, me crucé con una mujer y una niña sentadas en un trozo de cartón junto a un supermercado viejo en el centro. La mujer, con cara de cansancio, abrazaba a la niña como si quisiera protegerla del viento. La pequeña, de unos cinco o seis años, apretaba contra su pecho un conejo de peluche desgastado, al que le faltaba un ojo. Delante de ellas había un vaso de plástico vacío con un par de monedas de euro.
Yo acababa de hacer la compra, pero algo en ellas me hizo pararme. El corazón se me encogió. Dudé un momento, pero al final me acerqué.
—Buenas noches —dije en voz baja—. ¿Quieren algo de comer? Tengo comida en la bolsa.
La mujer levantó la mirada, sus ojos cansados me examinaron con desconfianza.
—Sería de mucha ayuda —susurró, apenas audible.
Saqué un bocadillo, una manzana y un zumo de la bolsa. Ella los aceptó con gratitud, pero mi atención se la llevó la niña. No se lanzó por la comida. En vez de eso, me miró con sus ojos grandes y curiosos. Entonces, con vocecita dulce, preguntó:
—¿Tú eres rico?
La pregunta me pilló desprevenido. Me miré la ropa: unos vaqueros, un jersey normal, nada especial.
—No, no mucho —dudé—. ¿Por qué lo preguntas?
Señaló mi bolsa de la compra.
—Tú has comprado todo eso sin pensarlo.
Me quedé helado. Sus palabras, tan simples y sinceras, me dolieron. Antes de que pudiera responder, siguió:
—Mamá dice que siempre tenemos que pensarlo todo. Si compramos comida, quizás no nos llegue para el autobús. Y si pagamos el autobús, igual hoy no comemos.
Sentí un nudo en el pecho. La madre suspiró y le acarició el pelo.
—Es demasiado lista para su edad —dijo con una sonrisa amarga.
Me agaché para estar a su altura.
—¿Cómo te llamas?
—Lucía —contestó, esbozando una sonrisa.
Yo también sonreí.
—Lucía, ¿te gustan las mandarinas?
Su cara se iluminó.
—¡Mucho!
Saqué una mandarina de la bolsa y se la di. La cogió con cuidado, como si fuera un tesoro.
—Mamá hacía té con mandarina —dijo orgullosa—. Cuando teníamos cocina.
Tragué saliva, intentando que no se me notara la emoción.
—Tiene que estar riquísimo —logré decir.
La madre se movió inquieta.
—Perdone, no quiero abusar, pero… si conoce algún albergue, nos cuesta encontrar sitio seguro para pasar la noche.
Asentí enseguida.
—Voy a mirar.
Saqué el móvil y busqué. Tras un par de llamadas, encontré un albergue con plazas para familias.
—Hay uno a diez minutos de aquí —dije—. Tienen sitio para ustedes y sirven cena.
La mujer respiró aliviada, como si le quitaran un peso de encima.
—Gracias. Muchísimas gracias de verdad.
—Puedo llevarlas, si quieren.
Vaciló, pero al fin asintió.
—Sería de mucha ayuda.
Recogimos sus pocas cosas—una mochila gastada y un par de bolsas—y nos dirigimos al coche. Por el camino, Lucía no paraba de hablar de todo lo que cocinaría cuando tuvieran cocina otra vez.
—Macarrones con queso, tortitas, espaguetis… ¡y el té de mandarina de mamá!
Su madre sonrió, triste.
—Algún día, cariño.
Al llegar al albergue, las recibieron con amabilidad. Antes de entrar, Lucía se giró hacia mí, apretando la mandarina contra su pecho.
—La voy a guardar —dijo seria—. Para cuando tengamos cocina.
Sentí un nudo en la garganta, pero me contuve y asentí.
—Buena idea, Lucía.
De camino a casa, no podía dejar de pensar en sus palabras. Para mí, una mandarina es solo una fruta más. Pero para ella era un símbolo de esperanza, el sueño de una vida mejor. Y con todo el corazón, deseé que algún día pudiera preparar su té de mandarina en un hogar propio.