Conflicto inesperado

Lucía repasó una vez más el correo electrónico y pulsó el botón de enviar. Ya se podía ir a por un café. Se recostó en la silla, permaneció así unos instantes, cerró la bandeja de entrada, se levantó de la mesa y salió del despacho.

En la zona de descanso, Elena lloraba por una mesa y se sonaba la nariz con un pañuelo. Lucía no solía intervenir en asuntos ajenos. Seguramente su jefe la había reprendido por un fallo. Encendió la cafetera, cogió su taza del estante, añadió dos cucharadas de café instantáneo y esperó a que el agua hirviera.

Elena suspiró en voz alta y se volvió hacia la ventana.

—¿Qué ocurre? ¿No te ha aceptado el jefe el informe? ¿Has cometido errores otra vez? —preguntó Lucía.

—¿Y a ti qué te importa?

—No es nada. Solo quería ayudarte.

—No me hace falta.

—Entonces, ¿de qué lloras?

Lucía recordó que poco antes había visto a Elena montar en un coche elegante, con esa mirada triunfal con la que había escaneado al grupo de empleados que ese día esperaban en el portal. Claro, el dueño del vehículo había desaparecido sin despedirse, y ahora esa tonta lloriqueaba por decepciones.

El agua hirvió, Lucía derramó la infusión en la taza y se sentó frente a Elena, le acercó una caja de pañuelos.

—Límpiate. No dejes que nadie del jefe se entere de tus problemas. Y deja de dilatarte en ello.

—¿Cómo sabes…? —Elena alzó su rostro hinchado por el llanto.

—Ya lo veo. Le juraba amor eterno, prometía montañas enteras de oro y luego escapó, sin responder al teléfono. Y tú tienes dos rayas en la prueba de embarazo. Es la historia más vieja del mundo.

—¿O prefieres quedarte con el bebé? Piénsalo. Darás a luz y de noche traducirás para no morir de hambre. Luego lo llevarás al parque infantil y regresarás al trabajo. Te tomarás constantes bajas por enfermedad, no te confiarán reuniones importantes ni encargos delicados. Enloquecerás y acabarás dando clases en un instituto, dando clases particulares para sobrevivir.

—¡Cállate! No sabes nada. —Elena clavó los ojos en Lucía.

—¿Qué hay de entender? Yo misma nací en una familia así. Solo te pinto tu futuro.

—¡Eres una cruel! —Elena se levantó abruptamente y abandonó la sala, dejando unos pañuelos arrugados y mojados en la mesa.

Lucía bebió su café. Otra tonta atrapada en las redes del amor. Quizá debería dejar que todo fluyese de otra forma. Tal vez el tipo del coche volviera, se casara con ella… O ya esté casado o buscase una versión más próspera.

—Lucía, el jefe te busca. —La secretaria, Pilar, asomó la cabeza por la puerta.

—Voy. —Lucía terminó el café, lavó la taza y se encaminó hacia el despacho del director.

—Entonces, al final abandonas la empresa. Muy bien. Allá te van mejores oportunidades. Escribe la carta de dimisión, haré que la contabilidad te pague rápido. No hace falta que cumplas días. ¡Éxito!…

Llamaban a Lucía ambiciosa, le envidiaban. Le ofrecían siempre los mejores proyectos, elogiaran sus traducciones. Sabía poner en su lugar incluso al más arrogante. La veían como fría, calculadora y dura. Le rodeaban rumores, de todo, desde lo más absurdo hasta lo más común: que se había resignado tras un romance roto, que evitaba a los hombres como si fueran una plaga. Solo ella conocía la verdad: ninguna de esas cosas tenía base. Decidió hace tiempo priorizar la carrera antes que todo lo demás. Desde siempre, confiaba únicamente en sí misma, no en un hombro “seguro”. Su actitud no nacía de un desengaño amoroso, sino de una antigua discusión entre sus padres…

En los últimos tiempos, sus progenitores discutían casi cada día. La madre siempre encontraba pretextos, pero los monólogos siempre derivaban en acusaciones: que el padre no ganaba suficiente, que la había traicionado, que era un fallido que arruinó su vida.

El padre había intentado un negocio una vez, pero un socio le estafó. No se atormentó con alcohol, se convirtió en profesor de matemáticas. Le querían y respetaban. A la madre, sin embargo, le faltaban siempre los euros. Comparaba constantemente al marido con otros hombres de sus amigas y exigía que cambiara de empleo. Pero el padre no quería volver a la lucha empresarial.

La madre, cabreada, buscó un trabajo extra y trabajaba horas extraordinarias. Ese día, regresó tarde y ya no dormía en casa. Lucía la había despertado al oír el barullo en el hall. Su madre había roto algo y maldecía.

—¡Cállate! Vas a despertar a toda la casa. ¿Sabes la hora que es? ¿Otra vez vino el trabajo…? —oyó Lucía la voz del padre.

La madre respondió incoherente.

—¿Estás bebida? Pensabas en la criatura, ¿no? Ella entiende ya muchas cosas.

—Déjame, estoy cansada —contestó la madre con voz abatida.

—Claro que sí…

Lucía se levantó y se acercó al pasillo para escuchar mejor.

—¿Tienes queja de mí? Tú no consigues nada que pague bien, por eso tengo que hacer dos trabajos. Con tu salario moriríamos de hambre. ¿Tanto te preocupa por mí? ¡Mientras, se le ocurre a ella necesitar todo: zapatos nuevos, vestidos! Yo ni siquiera me puedo comprar algo.

—Ya sé qué trabajo tienes tú… —El padre usó una palabra vulgar.

—¿Y qué? Si pagan, por una noche doy lo que quieran. Busca tú ganar, y yo me sentaré en casa. ¿No puedes? Entonces calla. Eres un perdedor, inútil. No te acuerdas de lo que me prometiste. Que no tendría que desear nada, que lo harías todo por mí. Esas charlas de hombro fuerte para apoyarse. ¿Dónde está eso ahora? ¡Irse no sirve de nada! —El llanto de la madre se cortó repentinamente. Lucía escuchó el sonido de una bofetada. La madre empezó a gritar, insultar al marido y echarlo de casa.

—¡Vete! Ya no te necesito. Seguro que alguien se cuida de mí…

Bare las plantas de los pies se congelaron sobre el frío suelo. Lucía ya había escuchado bastante ilícitamente. Al cabo de un rato, regresó a su habitación, se metió en la cama y separó el edredón sobre la cabeza.

Sus padres se peleaban, pero nunca así. En ese momento, Lucía se dio cuenta de que la madre tenía otro hombre. Por la mañana, al despertar, el padre ya no estaba en casa. La madre parecía ausente, no la miró.

—¿Dónde está papá? —preguntó Lucía, ya que el hombre no apareció por la noche.

—De viaje…

La madre regresó tarde otra vez. Lucía observó desde la ventana cómo la madre salía del portal de un todoterreno, aunque no inmediatamente. El coche se marchó, y Lucía se escondió bajo las sábanas fingiendo seguir dormida.

Al día siguiente preguntó:

—¿Te divorciarás con papá? ¿Tienes otro hombre? Yo lo vi…

—Ya eres mayor. Espero que algún día me entiendas.

Pero Lucía no entendía, no quería entender. Su padre era bueno, nunca bebía hasta caer, con ella hacía paseos en trineo, soplaba cometas… ¿Podría aquel otro ser mejor que papá? Y Lucía respondió que no quería entender a su madre, que deseaba vivir con su padre. Realmente fue a visitarlo al centro.

—Tu madre tiene razón. Soy un fracaso. No consegú darle la vida que soñaba.Quizá aquel si le haga caso. A veces ocurre. Yo te llevaría conmigo, pero vivo en casa de mi hermano, que tiene dos hijos y vive en un piso de dos habitaciones. Duermo en la cocina. No hay lugar para ti. Supéralo.

Ahí Lucía tomó una decisión: nunca más confiaría en nadie, ni en aquel hombro “seguro”. Todo lo alcanzaría sola. Si el amor puede ser tan efímero, no vale la pena. El dinero es más importante. Solo así. Su propia hija nunca vería esas discusiones, esos reproches y peleas. Jamás.

Intentó ignorar las llegadas tardías de su madre. Tras terminar la escuela, Lucía se matriculó en una carrera a distancia, trabajó en la facultad, en el departamento de lenguas extranjeras. Allí había libros y material didáctico. Todos sus ratos libres dedicaba a leer y mirar películas sin subtítulos. Solo regresaba a casa a dormir. Aun siendo estudiante, ofrecía clases privadas.

Los padres se divorciaron y la madre se fue con otro hombre. El padre también vivió con alguien, según decía, alquilaba un rincón. Se volvió aseo y tranquilo. Lucía le ofrecía alojamiento, pero el hombre rehusaba, no quería entorpecerla.

Con el padre mantenía la relación, llamaba, visitaba. Con la madre apenas intercambiaban palabras. Ambas se herían mutuamente. Lucía no perdonaba la traición, y la madre se resentía por la lealtad a papá. Así vivían. Lucía tradujó y enseñó idiomas.

El amor… Tenía novios, pero Lucía sabía que no solo eran atraídos por ella, sino también por su piso. Era más cómodo que esforzarse por algo propio, simplemente conquistar a Lucía con su inmueble. Y ella no quería eso.

Una vez, en la ciudad, hubo una feria con participación internacional. La invitaron a trabajar allí. Le gustó. Fue entonces cuando le ofrecieron un puesto en Madrid. Le pidió tiempo. Hoy tomó una decisión final.

Después de trabajar, se acercó a ver a su padre.

—Papá, me voy a Madrid. El piso está libre, puedes venir. Prométeme que me avisarás si necesitas algo. ¿Lo prometes?
—Nada me hace falta, hija. No pienso ir. Quizá tu madre decida vender. Me he acostumbrado aquí. Llama aunque sea.
—Lo haré, claro que sí.
—¿Piensas casarte?
—De momento no. Si algún día lo hago, te llamaré para la boda.
—Y bien. No te precipites. ¿Quieres comer algo? María acaba de hacer un borsito.
—¿María? —repitió Lucía, guiñándole un ojo. —Bueno, no te sonrojes. Estoy contenta por ti.
—Pasate por mamá. ¿Aún sigues molesta con ella?
—Hoy sí, tengo que preparar la ropa. Iré más tarde. —Lucía lo abrazó y le rozó la frente. Ya le alcanzaba la estatura.

Haciendo una pausa hasta el último momento, Lucía visitó a su madre. Su relación era fría y tensa.

La encontró subiendo por la calle con dos bolsas repletas. Andaba despacio, mirando al suelo. Lucía intentó alcanzarla, pero salió un hombre del portal y se acercó a la madre.

—¡Ni lo sueñes! De nuevo te emborracharás… ¿Cuánto tiempo más? Mejor busca un trabajo, cordero.
Lucía dio media vuelta y se alejó. Llamaría luego. Vino a su mente aquel altercado de sus progenitores. Bueno, ahora la madre buscaba su “hombro seguro” y lo encontró peor. Seguro que aquel le prometió siempre un futuro brillante. El resentimiento hacia la madre no desapareció, aunque la compadeció, igual que al padre.

De no haber sido por esa discusión entre sus padres, Lucía, con toda probabilidad, ya estaría incansablemente apasionada por un chico, como Elena, casada y madre. Su vida sería distinta. Ni Madrid, ni carrera… Nada. Tendrá ambas cosas, y su propio piso. Un “hombro seguro”… Se las arreglará sin él.

Muchas veces los padres, enterrados en sus conflictos, ignoran que los hijos escuchan cada palabra, guardan cada tono y cada reproche. Y construyen su futuro siguiendo los patrones de los progenitores o rompiéndolos, arrojándolo todo por la borda: el sencillo felicidad humana.

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MagistrUm
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