**Un Encuentro Inesperado**
«Qué cosas no pasan en la vida», reflexionaba Soledad para sí misma. «A veces la gente vive junta durante años y, de repente, se separan. Es increíble. Conozco a muchos así, y yo misma soy una de ellas. Aunque con mi tirano no duré tanto, pero el pasado está ahí».
Soledad, recién jubilada, vivía sola. Su hija, casada y con su propia familia, residía en la ciudad. Se fue del pueblo tras terminar el instituto, entró en la universidad y allí conoció a su marido. Ahora apenas tenía tiempo para visitas, ambos trabajaban y su nieta estaba en el colegio.
Cuando aún trabajaba, sus compañeras le decían:
«Sole, ¿por qué siempre sola? Hay tantos hombres solteros. Viudos, divorciados Anuncios hay por todas partes: en periódicos, revistas, internet».
«Me da miedo dar el primer paso. ¿Cómo voy a ser yo la que llame?» se justificaba. «Y si un hombre está divorciado, es que algo falla. Las esposas no abandonan a los buenos maridos. No me fío».
«Nadie te obliga a casarte, Sole. Hablas, y si no te gusta, no vuelves a llamar. ¿Qué tiene de malo?», insistía Carmen, quien había encontrado a su marido por un anuncio y ahora vivía feliz, repartiendo consejos a diestro y siniestro.
**El Anuncio**
Al final, Soledad se decidió. Marcar ese número fue extraño al principio, pero luego pensó:
«¿Y qué? Hablamos por teléfono, ni siquiera nos vemos. Si no me gusta, no vuelvo a llamar».
Llamó a varios. Hombres distintos, pero desde la primera conversación ya sabía si valía la pena seguir. Empezó a ver las cosas de otra manera.
«Quizá en un divorcio no siempre es culpa del hombre. Las mujeres también tenemos nuestros defectos. Al fin y al cabo, cada casa es un mundo».
Así que, de vez en cuando, Soledad contactaba con hombres por anuncios, pero ninguno le convencía. Prefería evitar a los divorciados, pero el destino la cruzó con uno. Se llamaba Agustín. Desde el primer momento, le gustó su manera de hablar, su respeto. Nunca habló mal de su exmujer. Según él, se separaron tras años de matrimonio, cuando los hijos ya eran adultos.
«Habrá tenido sus razones», pensó Soledad. No quiso indagar más; a ella tampoco le gustaba remover el pasado.
Pero algo la inquietó cuando preguntó:
«Agustín, ¿ves a tus hijos? ¿Te visitan?».
«No. Están del lado de su madre. Ni llaman, ni vienen».
Esa respuesta la dejó pensativa.
«Pase lo que pase entre marido y mujer, los hijos no deberían cortar el contacto con su padre. Si no lo hacen, es que algo grave pasó», concluyó, aunque no lo compartió con él.
Finalmente, acordaron verse. Agustín le explicó dónde bajarse del autobús:
«Hay un cruce con una torre eléctrica. Ahí me esperarás».
«Vale, espero no perderme», respondió ella.
**La Visita**
Los nervios la acompañaron todo el viaje, pero al ver el cruce, respiró hondo y bajó. Un hombre alto, de aspecto agradable, la esperaba.
«¿Soledad?».
«Sí, soy yo», respondió con una sonrisa que a él le encantó.
«Pues yo soy Agustín. Vamos, mi coche está ahí». Señaló un todoterreno negro. «Te enseñaré mi casa».
A Soledad le gustó que la recibiera con flores, que no la hiciera esperar.
La casa era amplia, de dos plantas, con un patio impecable. Todo ordenado, acogedor. Aún se notaba el toque femenino.
«Debe de ser limpio, si después de tanto tiempo sigue así», pensó. Pero una duda empezó a rondarle.
«¿Por qué su esposa se iría dejándolo todo? Una casa así, llena de recuerdos».
Mientras recorría las habitaciones, Agustín le explicaba cada detalle.
**La Prueba**
«Siéntate», dijo él. «Vamos a tomar algo».
Ella, por educación, ofreció ayuda.
«No, déjame a mí», respondió él con seguridad.
Sacó tazas del armario, sirvió el té ya preparado y cortó un trozo de tarta con precisión.
«Por cierto, si quieres vino».
«No, gracias. No me gusta».
«Bien hecho. Yo tampoco abuso, solo en ocasiones».
Charlaron un rato. Ella admiró la casa.
«Es preciosa. Se nota que la cuidas».
«Claro, una casa exige atención. Reparar, pintar».
Entonces, de repente, anunció:
«Ahora te pondré a prueba».
Soledad parpadeó.
«¿Cómo?».
«Limpia la mesa, friega los platos, pasa la fregona. Luego iremos al establo a ordeñar la vaca. Quiero ver si sabes hacerlo».
Ella se quedó helada. Incluso sin esa exigencia, habría limpiado por cortesía. Pero así, como una orden Lavó las tazas, secó la mesa. Agustín la observaba como un inspector.
«El suelo no lo friego. No me gusta cómo me vigilas. Podrías habérmelo pedido de otra forma».
Él intentó restarle importancia, pero insistió con la vaca. Ella se negó. Entonces soltó la bomba:
«Si vienes a vivir conmigo, traerás tu dote. Vacas, gallinas, ovejas. Nada de venderlas a familiares, yo las transportaré».
Soledad soltó una carcajada.
«¡Vaya tipo estás hecho! ¿Crees que por visitarte ya quiero mudarme contigo? No, gracias. No me interesan tus condiciones, ni tu vaca, ni tu casa. Y mucho menos tú. Adiós».
Recogió su bolso y salió.
En el camino a la parada, una vecina la reconoció.
«Ah, ¿eres la nueva? A ese le han ido muchas mujeres. Las pone a limpiar, a cocinar y nunca está contento. A su esposa la llevó al límite. Cuando se divorciaron, no le dejó llevarse ni un macetero. Solo su ropa. Intentó reclamar su parte de la casa, pero no sé si lo consiguió. Huye de él».
Entonces Soledad lo entendió: **las esposas no abandonan a los buenos maridos.**