Con su pensión, Carmen María, además de los pagos mensuales de servicios y las compras de alimentos en el mercado mayorista, se permitía un pequeño lujo: un paquete de café en grano.
Los granos ya estaban tostados y cuando cortaba la esquina del paquete, desprendían un aroma embriagador. Había que inhalarlo con los ojos cerrados, desprendiéndose de todos los sentidos excepto el olfato, y entonces ocurría la magia. Junto con su estupendo aroma, una fuerza pareciera que se le metía en el cuerpo, y afloraban en su memoria sueños juveniles de tierras lejanas, se imaginaba el oleaje del océano, el sonido de la lluvia tropical, los misteriosos susurros de la selva y los salvajes gritos de los monos balanceándose en las lianas…
Nada de esto lo había visto nunca, pero recordaba las historias de su padre, que solía desaparecer en expediciones de investigación en América del Sur. Cuando estaba en casa, le encantaba contarle a Carmen sobre sus aventuras en el valle del Amazonas mientras sorbía un café fuerte, y ese olor siempre le recordaba a él: un viajero delgado, fibroso y bronceado.
Siempre supo que sus padres no eran biológicos. Recordaba cómo, al inicio de la guerra, una mujer la recogió cuando era una niña de tres años que había perdido a su familia, convirtiéndose en su madre para toda la vida. Después, como todos: escuela, estudios, trabajo, matrimonio, nacimiento de un hijo y, finalmente, soledad. Hace unos veinte años, su hijo, persuadido por su esposa, decidió mudar su residencia a otro país y prosperaba con su familia en Barcelona. Durante todo ese tiempo solo visitó su ciudad natal una vez. Se llamaban por teléfono, su hijo le enviaba dinero mensualmente, pero ella lo ahorraba en una cuenta especial que había abierto. En veinte años había acumulado una buena suma, que eventualmente será para su hijo… Luego…
Últimamente, no dejaba de pensar que había tenido una buena vida, llena de cuidados y amor, pero una vida ajena. Sin la guerra, habría tenido otra familia, otros padres, otro hogar. Entonces, su destino habría sido diferente. Apenas recordaba a sus padres biológicos, pero a menudo recordaba a una niña de su misma edad que siempre estaba a su lado en esos años tan tempranos. Se llamaba María. A veces todavía escuchaba cómo las llamaban: “Maruquita, Carmencita”. ¿Qué era ella? ¿Una amiga, una hermana?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la breve señal de su móvil. Miró la pantalla: ¡la pensión había llegado a su cuenta! ¡Qué bien, y justo a tiempo! Podía ir a la tienda a comprar café, ya que el último lo había preparado ayer por la mañana. Con cuidado, golpeando el suelo con su bastón y esquivando los charcos otoñales, llegó a la entrada de la tienda.
Cerca de la puerta se había acurrucado una gatita gris atigrada, mirando cautelosamente a los transeúntes y a las puertas de vidrio. Una sensación de lástima se despertó en su corazón: “Pobre, debe de tener frío y hambre. Te llevaría a casa, pero… ¿quién te cuidará después de mí? Y a mí me queda… No hoy, quizás mañana.” Sin embargo, sintiendo compasión por la desdichada gatita, le compró un paquete de comida barato.
Con cuidado, exprimía la masa gelatinosa en un recipiente de plástico, mientras la gata esperaba pacientemente y la miraba con ojos llenos de adoración. Las puertas del supermercado se abrieron y salió una mujer corpulenta cuyo rostro no prometía nada bueno. Sin mediar palabra, dio una patada al recipiente, esparciendo los jaleos por la acera:
– ¡Te lo dicen y te lo dicen, y no hacen caso! – exclamó. – ¡Qué no hay que alimentarles aquí! – y, dándose la vuelta, se alejó molesta.
La gata, observando de reojo, comenzó a recoger los pedacitos de comida, mientras Carmen María, sobrecogida por la indignación, sintió el primer indicio de un ataque inminente. Rápidamente se dirigió a la parada de autobús, donde había bancos. Sentada en uno de ellos, revolvía frenéticamente en sus bolsillos, esperando encontrar sus pastillas, pero fue en vano.
El dolor implacable la golpeaba en oleadas, su cabeza parecía estar en un tornillo de banco, sus ojos se oscurecieron y un gemido le subía desde el pecho. Alguien le tocó el hombro. Con dificultad, abrió los ojos para encontrar a una joven mirándola con preocupación:
– ¿Se siente mal, abuela? ¿Cómo puedo ayudarla?
– Ahí, en la bolsa. – Carmen María movió débilmente la mano. – Hay un paquete de café, sácalo y ábrelo.
Aspiró el aroma de los granos tostados una vez, luego otra. El dolor no desapareció del todo, pero sí se debilitó.
– Gracias, hijita. – Murmuró débilmente Carmen María.
– Me llamo Pilar, pero den las gracias a la gata. – Sonrió la joven. – Estaba a su lado maullando muy fuerte.
– Y gracias también a ti, mi buena. – Carmen María acarició a la gata, que ahora estaba sentada junto a ella en el banco. Era la misma atigrada.
– ¿Qué le ha pasado? – Preguntó la chica con interés.
– Un ataque, querida, jaqueca. – Admitió Carmen María. – Los nervios, ya sabes…
– La acompañaré a casa, sola le será difícil llegar…
– … Mi abuela también sufre de ataques de migraña. – Contaba Pilar, mientras tomaban un café suave con leche y galletas en el piso de Carmen María. – En realidad, es mi bisabuela, pero yo le llamo abuela. Ella vive en un pueblo, junto con mi abuela, mi mamá y mi papá. Y yo estudio aquí, en la escuela de enfermería, para ser auxiliar. La abuelita, igual que usted, me llama “hijita”. Además, se parece tanto a ella que al principio pensé que usted era ella. ¿No ha intentado buscar a sus familiares, los verdaderos?
– Pilar, hijita, ¿cómo encontrarlos? Apenas los recuerdo. Ni mi apellido ni de dónde soy exactamente. – Relató Carmen María, acariciando a la gata adormecida en su regazo. – Recuerdo un bombardeo, cuando estábamos en un carro de caballo, luego vinieron los tanques… Corrí, corrí tanto que me olvidé de mí misma. ¡Fue horrible! Un horror de por vida. Luego una mujer me recogió, la llamé madre toda mi vida, y aún es mi madre. Después de la guerra, su marido regresó y se convirtió en el mejor padre del mundo. De mi pasado solo me queda el nombre. Seguramente mi verdadera familia murió debajo de las bombas. Mi mamá y Maruquita…
No se dio cuenta de cómo Pilar reaccionó con un sobresalto y la miró con enormes ojos azules:
– Carmen María, ¿tiene usted un lunar en el hombro derecho que parece una hoja?
Sorprendida, Carmen María se atragantó con el café, mientras la gata la miraba con atención.
– ¿Cómo sabes eso, hijita?
– Mi abuela tiene uno igual. – Dijo Pilar en voz baja. – Se llama María. No puede contener las lágrimas cuando recuerda a su hermana gemela, Carmencita. Desapareció durante un bombardeo, en la evacuación. Cuando los fascistas cortaron el camino, tuvieron que volver a casa, y allí sufrieron la ocupación. Pero Carmencita desapareció. Nunca la encontraron, por más que buscaron…
Desde la mañana, Carmen María no encontraba sosiego, caminando del balcón a la puerta, esperando visitas. La gatita gris atigrada no se apartaba de ella ni un momento, mirándola con preocupación.
– No te preocupes, Margarita, estoy bien, – tranquilizaba Carmen María a la gata. – Solo me late mucho el corazón…
Finalmente, sonó el timbre. Carmen María, emocionada, abrió la puerta.
Dos mujeres mayores se miraban en silencio, con esperanza en sus ojos. Como en un espejo, veían el color azul de sus ojos no perdido, y los rizos grises de sus cabellos.
Finalmente, la visitante suspiró aliviada, sonrió, dio un paso adelante y abrazó a la anfitriona:
– ¡Hola, Carmencita!
Y en el umbral, secándose lágrimas de felicidad, estaban de pie sus seres queridos.