Con el corazón latiendo con fuerza, llamó a la puerta. Solo el silencio le respondió.
Temblorosa, Aitana tocó de nuevo, sin obtener respuesta. Con timidez, sacó la llave de su bolso y abrió la cerradura Dios, ¡cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo allí! Todo parecía igual, nada había cambiado en esa casa que antes fue tan querida y acogedora, pero ahora se sentía fría y extraña.
Casi un año había transcurrido desde la discusión con Adrián. Ya antes habían tenido sus peleas. Aitana solía agarrar a su pequeña Lucía, llorando, y se iba a casa de su madre. Normalmente, Adrián, al echarle de menos, corría a reconciliarse al día siguiente. La vida volvía a su cauce, y la paz traía variedad a su relación. Pero la última vez todo fue distinto
Dejando atrás los recuerdos, Aitana avanzó decidida hacia el armario en busca de los documentos que necesitaba. Los papeles estaban intactos, cuidadosamente guardados en una carpeta por ella misma. Desde hacía dos meses, un joven que llevaba tiempo enamorado de ella insistía en conquistarla. Aún no había nada entre ellos, pero la semana anterior le había pedido su mano formalmente.
Y durante toda esa semana, Aitana no había podido dormir, algo la oprimía, no lograba tomar una decisión. Al principio, creyó que el malentendido con Adrián se resolvería. Él llamaría a la puerta, como siempre, miraría hasta lo más profundo de su alma y diría: “¡Cuánto te he echado de menos!”.
Pero los días pasaron, los meses avanzaron, y en su vida nada cambiaba. Con Adrián se veían poco, él se volvía cada vez más frío y distante, como si un abismo se hubiera abierto entre ellos. Solo venía por Lucía, la tomaba de la mano en silencio y se la llevaba consigo. Luego, igual de callado, la traía de vuelta. La niña reía feliz, orgullosa de los regalos de su padre: un vestido nuevo, unos zapatitos relucientes Y Aitana recordaba cómo brillaban los ojos de Adrián cuando le hacía regalos a ella. Pero ahora ni siquiera la miraba. Se sentían incómodos juntos, y ella se refugiaba rápidamente en su habitación. Su madre, que nunca había sido muy partidaria de Adrián, solía repetirle: “Lo que Dios da, bien dado está”. Poco a poco, ella misma empezó a creerlo.
Respirando hondo, Aitana echó un último vistazo a la habitación y se quedó helada: Adrián dormía en el sofá, seguramente después de su turno de trabajo. Su primer impulso fue salir corriendo, pero algo la hizo volver. Cada rasgo de su rostro le resultaba dolorosamente familiar: la tez cansada, la barba crecida, las ojeras marcadas Aitana se sentó lentamente a su lado. ¿Qué sabía realmente de este hombre con quien había compartido tantos años? ¿Qué pensamientos escondía esa frente fruncida?
De pronto, recordó el rostro del joven Adrián: aquellos ojos claros, esa sonrisa cálida y luminosa Siempre pensó que había sido esa sonrisa la que le robó el corazón. ¿Era posible que aquel muchacho alegre y este hombre agotado fueran la misma persona? Y sin embargo, no había pasado tanto tiempo. Volvió a aparecer en su memoria aquella sonrisa radiante, tan viva, tan real como un reproche dirigido a ella, Aitana.
Dios mío, ¿dónde se había perdido todo eso? Miró a su alrededor con desesperación, como buscando a alguien a quien culpar por su vida destrozada. El corazón le dio un vuelco, latiendo con fuerza, inundado de recuerdos amargos. Su mundo, antes cálido y lleno de magia, se había llenado poco a poco de reproches insignificantes, de resentimientos, de lágrimas y de un mar de incomprensión. Adrián, eternamente cansado, trabajando en tres empleos para mantenerlas a ella y a Lucía sin depender de nadie Aitana había tenido tiempo de reflexionar y entender que a ella le había faltado paciencia, dulzura femenina y sabiduría
Y sin embargo, hubo un tiempo en que fueron locamente felices. Y no eran imaginaciones suyas. Aitana se levantó de golpe, con una necesidad urgente de demostrárselo. Su mirada se posó en la mano de Adrián, descansando sobre su álbum de bodas, en esa foto donde ambos parecían deslumbrantemente felices.
Su mano tembló sin querer, y la foto cayó al suelo con un suave golpe. Al mirar hacia abajo, se quedó paralizada Adrián la observaba fijamente.
Aitana, ¿has vuelto? Sus ojos brillaban de alegría, y a ella le resultó insoportable pensar que, media hora antes, había estado a punto de irse para no regresar jamás