Esteban Antonio, o Estebi para los amigos, había sido recién ascendido a jefe de departamento en una gran empresa de Bilbao. El ascenso era merecido: trabajador, callado, puntual. No buscaba ser el centro, pero avanzaba con paso firme. Las felicitaciones en la oficina fueron discretas: Esteban sonreía levemente, daba las gracias y prometía hacer lo posible para que el equipo no se arrepintiera de su nombramiento.
Quien más alegría mostraba era su madre, Carmen Martínez. Ella fue quien lo llevó de niño a mil médicos, le pagó academias, le compró abrigos en invierno y ahorró parte de su pensión para que estudiara en la universidad. También fue quien insistió en que invitara a sus compañeros con comida casera: empanadas, ensaladilla, tapas. Al principio, Esteban puso excusas, pero al final cedió; no quería decepcionarla.
El día del festejo, fue a casa de su madre a recoger la comida. Ella justo tenía cita con el cardiólogo, así que dejó todo en la nevera: bien embalado y listo. En el corto descanso del mediodía, Esteban decidió no cargar él solo y le pidió a la nueva empleada, Lucía, que lo acompañara para echar una mano. Ella aceptó encantada.
Lucía, rubia y de ojos claros, era de esas mujeres que todos miran. En la oficina se murmuraba: decían que le tiraba los tejos a Esteban, coqueteando, sonriendo, pidiendo que la llevara en coche…
Entraron en el piso de su madre, modesto pero limpio y acogedor. Esteban abrió la nevera y empezó a sacar los tuppers. Lucía se sentó en un taburete, mirando alrededor:
—Qué hogareño lo tiene tu madre… Muy familiar. ¿Y esto quién es?
De la habitación salió corriendo un perrito negro y empezó a gruñirle a la desconocida.
—Es Mosca —explicó Esteban, levantándolo en brazos—. No te preocupes, es buena gente.
—¿Mosca? Vaya nombre… —hizo una mueca Lucía—. Que no se me acerque. Aún me rompe las medias.
Esteban calló. Su gesto de disgusto le molestó, aunque no dijo nada. Pero eso no fue todo: del pasillo apareció un gato negro regordete, rozándose con elegancia contra las piernas de su dueño.
—Y este es Duque —dijo Esteban con cariño, sacando del frigorífico un trozo de merluza hervida—. Ahora mismo, mi rey, aquí tienes tu comida.
Lucía retrocedió hacia la puerta.
—Vaya zoológico tenéis. ¿En un piso tan pequeño un gato y un perro? Qué falta de higiene… pelo, olores… ¿Tu madre no es alérgica?
—¿Tú lo eres? —preguntó Esteban en voz baja.
—¿Yo? No… no sé. En mi casa nunca tuvimos mascotas. No me gustan. Son sucias…
Esteban siguió guardando los tápers en silencio. La sonrisa se le había borrado. Lucía se quedó apartada, apartando una y otra vez al perro, que olisqueaba sus zapatos.
—Vendré esta tarde a sacarlos —dijo al fin Esteban—. Mi madre me reñirá por darles de más, pero ¿cómo no consentirlos?
—Y encima perder tiempo con ellos… Bueno, alguien tiene que hacerlo —murmuró Lucía con media sonrisa, acercándose a la puerta.
De vuelta al trabajo, ella no paraba de hablar: del nuevo menú del comedor, de la falda de Rosa María, de cómo la de contabilidad se casaba por tercera vez. Esteban caminaba en silencio, asintiendo de vez en cuando. Le zumbaba la cabeza: «Vacío. Falsedad. Ajena…».
En la oficina lo recibieron con un termo, abrazos y palmaditas. Después del trabajo montaron una mesa, bebieron un poco y comieron mucho. Lucía no se separaba de su lado: un chiste, una mirada, una invitación a que la llevara a casa. Pero Esteban respondió con calma:
—Lo siento, tengo prisa. Una cosa importante.
En casa le esperaba su madre.
—¿Qué tal fue todo? —preguntó sonriendo al abrir la puerta.
—Genial, mamá. Tus empanadas volaron. Dijeron que parecían de restaurante. Hasta se olvidaron de felicitarme…
—¿Y esa chica con la que viniste hoy, Lucía? La vecina la vio, dice que guapísima. ¿Es ella?
—No. Solo una compañera. Y en realidad, no hay nadie. Te mentí antes para que te alegraras. Perdón.
—Bueno. Pero si aparece… ¿Cómo debería ser, esa “indicada”?
Esteban se quedó pensativo.
—Sencilla. Amable. Inteligente. Y… que te quiera a ti. A Duque. Y a Mosca.
Su madre sonrió.
—Ay, Estebi, lo importante es que te quiera a ti. Así nos aceptará a todos. Hasta al gato calvo de mal carácter.
Él asintió. Luego cogió la correa, llamó a sus “bestias” y salió a la calle. Los tres corrieron por el patio como si volvieran a aquel tiempo en el que todo era simple: su madre en casa, una magdalena en la mochila, un cachorro en brazos, un gato al hombro y toda la vida por delante.
Su madre miró por la ventana y apretó los puños.
—Treinta años, jefe de departamento, y con alma de niño. Que Dios te dé un amor de verdad, hijo mío… Y que os quiera a todos de una vez. A Duque. A Mosca. Y a tu madre.






