—¡Ya basta! —rugió Javier, golpeando la mesa con tal fuerza que los platos de porcelana saltaron sobre el mantel—. ¡No quiero volver a verla aquí!
—¿En serio me dices esto? —María lo miró con los ojos encendidos, la voz temblando de rabia—. ¿Acaso no tengo derecho a invitar a quien quiera en mi propia casa?
—Mientras vivas aquí —espetó él, tajante.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, desafiante.
—No hay más que hablar —dijo Javier, levantándose bruscamente y tirando la silla al suelo. Salió de la cocina dando un portazo que retumbó en toda la casa.
María se quedó sola. El corazón le martilleaba en el pecho. Las palabras de su marido resonaban en su cabeza como una bofetada. *”Mientras vivas aquí”*… ¿Quién se creía?
Lucía, su mejor amiga desde la infancia. Juntas habían crecido en Toledo, compartiendo risas bajo un mismo paraguas cuando llovía, durmiendo en casa de la otra, salvando juntas cada travesura que ahora ni recordaban sin sonreír. ¿Y ahora Javier pretendía que la borrara de su vida?
¿Por qué? ¿Solo porque Lucía no estaba casada? ¿Porque en vez de encerrarse en casa con cacerolas y trapos, salía, reía, vivía? ¿Qué más daba que aceptara regalos de sus pretendientes? Era su vida, sus decisiones.
María le había contado a Javier todas sus aventuras de juventud. ¡Hasta él se había reído antes! ¿Y ahora, de pronto, prohibición? ¿Con qué derecho?
Entró en el salón, decidida a aclarar las cosas de una vez.
—Javier, esto no ha terminado. ¿Qué tiene contra Lucía? ¿Qué te ha hecho?
—¿A mí? —se rió con sarcasmo—. ¡Como si me importara! Solo quiero que dejes de meterla en nuestra casa.
—Explícate.
—¿De verdad no lo entiendes? —saltó del sillón, como si estuviera a punto de salir corriendo en chanclas—. Tu amiga es una frívola. Cambia de hombre como de camisa. Vive de lo que le dan. Y tú lo aceptas. Eres su cómplice.
María parpadeó, incrédula.
—¿Te has vuelto loco? ¡Te quiero a ti! ¡No necesito a nadie más!
—Claro, claro. *”Te quiero”*. Pero en el fondo, la envidias. ¡A ella y a tu hermana Carmen!
María enrojeció de ira.
—¿Qué tiene que ver Carmen?
—¡Que tampoco quiero verla aquí!
María se quedó helada. Todo cobraba sentido. Carmen, su hermana menor, había estado años con un hombre que prometió matrimonio. Hasta que descubrió que él tenía esposa y dos hijos. Cuando se supo la verdad, la familia la juzgó sin piedad… Hasta que el hombre, al marcharse con su familia a Sevilla, le regaló un pequeño piso en el centro. Entonces, todos callaron. Algunos hasta lo alabaron: *”Al menos fue elegante”*.
María se lo había contado a Javier, quizá con demasiada admiración.
—¡Dime algo! —rugió él, sacándola de su silencio.
—Que Carmen es adulta. Que ella decide qué aceptar y con quién estar.
—¡Sí, claro! Un piso y solucionado. ¿Y tú no sentiste envidia? ¡Se te iluminaron los ojos al contármelo!
—Tonterías. Imagina que tienes un amigo que vive de mujer en mujer, llenándolas de regalos. Y que tu hermano, padre de familia, le regala un piso a una. ¿Te parecería bien?
—Me da igual. Es su vida, no la mía —respondió María, serena.
—Pues eso. Pero en *mi* casa, no quiero ni a tu Lucía ni a tu Carmen.
María no contestó. Se encerró en el baño, abrió el grifo y lloró. De rabia, de impotencia, de saber que el hombre que amaba no solo no la entendía, sino que la juzgaba. La reducía a sus prejuicios, a sus miedos. No veía a la mujer que estaba a su lado cada día, que lo cuidaba, lo escuchaba, lo amaba. Solo un reflejo de lo que él creía que era.
¿Y ahora qué? ¿Divorcio? ¿O someterse en silencio y traicionar a quienes siempre estuvieron ahí? No parecía haber opción. Pero la idea de traicionarse a sí misma… eso era lo peor.