Lo que me ha enseñado el tiempo es que nunca más quiero volver a casarme.
Con los años, he comprendido que he sido la madre perfecta durante toda mi vida: atenta, cariñosa, sin malos hábitos, alguien en quien mis hijos podían confiar en cualquier momento. Tengo tres hijos: dos hijos y una hija, a quienes he criado con amor y dedicación. Al más pequeño, Alejandro, lo tuve a los 37 años, y hay una gran diferencia de edad entre él y sus hermanos mayores. Siempre fui su apoyo, su roca, pero al mirar atrás, veo lo poco que me dejé a mí misma.
Mi vida ha estado llena de trabajo arduo. Trabajé incansablemente, sosteniendo a la familia, pero gastando casi nada en mí. Todo iba para los niños, el hogar, para hacerlos sentir cómodos. Nunca viajé, no descansaba, no me consentía, aunque en el fondo de mi corazón lo deseaba. Antes de casarme era diferente: libre, despreocupada, iba a la costa o a las montañas, donde mi alma me llevara. Después me casé con Nicolás. No era un mal hombre: no bebía, no fumaba, cuidaba de la casa como sabía. Sin embargo, su desorden me volvía loca: las cosas por todos lados y el caos se convirtieron en parte de nuestra vida. A los 55 años, cuando los hijos crecieron y se marcharon, me miré a mí misma y supe que no podía continuar.
Vivíamos en una casa espaciosa cerca de Madrid, pero esa casa hace mucho dejó de ser mía. Nicolás desarrolló un caro pasatiempo: la caza. Tres perros de caza de raza, un arsenal de armas, cobertizos llenos de equipamiento, todo consumía su tiempo y dinero. ¿Y yo? Ni siquiera podía tener un gato, porque él los detestaba. Muchas de las cosas que me gustaban, a él solo le provocaban irritación. Mis sueños, mis pequeñas alegrías, se sofocaban bajo su indiferencia.
Hace seis años, en septiembre, me jubilé, pero seguí trabajando, la costumbre de tener todo bajo control me mantenía. Ya como jubilada, tomé la decisión. Le propuse a Nicolás el divorcio con una condición: le dejaba nuestra casa de tres habitaciones, el garaje, el coche, todo el mobiliario, sus perros y armas, a cambio solo pedía un piso de dos habitaciones para mí. Él aceptó sin discutir; para entonces nuestro vínculo estaba completamente desgastado. Los hijos se habían ido, la casa estaba vacía, y me cansé de vivir para él, de disolverme en su vida, sin recibir nada a cambio.
En noviembre, hace dos años, me mudé a mi nuevo piso en el centro de la ciudad, con una bolsa desgastada en la mano, hacia paredes vacías, donde no quedaba rastro del pasado. Y ¿sabéis qué? ¡Era feliz hasta las lágrimas, hasta sentir un temblor en el pecho! Por primera vez en décadas, respiré profundamente. Empecé a instalarme poco a poco: cambié las tuberías, puse nuevas ventanas, renové las puertas. Cada clavo que clavaba era mi pequeño triunfo.
Nos divorciamos oficialmente, y desde entonces mi vida adquirió color. Ahora, cada año voy al Mediterráneo, escucho música en vivo en conciertos, me voy de viaje, tal como soñaba en mi juventud. Tengo dos gatos peludos y orgullosos, mis fieles compañeros. Con los hijos tengo una relación maravillosa: se alegran por mí, me llaman, vienen de visita. Y ahora, a mis casi 62 años, me siento tan ligera y tranquila que no temo decirlo: estos son los años más felices de mi vida. No quiero cambiar nada, no quiero perder esta libertad.
¿Volver a casarme? Nunca. He dado demasiado: años, fuerzas, sueños, para atarme de nuevo con lazos que podrían convertirse en cadenas. Pronto cumpliré 62 años, y solo rezo por una cosa: no apagarse mañana, disfrutar de este nuevo, mi mundo, por muchos años más. Esta es mi historia, la historia de una mujer que finalmente se encontró a sí misma después de décadas de sacrificios. Y no voy a ceder esta felicidad a nadie.