*Día 15 de octubre, Madrid*
—¡Entra rápido! ¡Ha venido mi hermana! —gritó Esperanza a su vecina Clara en cuanto esta asomó por la puerta de su casa en el barrio de Salamanca.
—¿Carmen? ¡No puede ser! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Clara, cruzando hacia la acogedora cocina.
Sentada en una silla, una mujer elegante, con una sonrisa cansada pero cálida, la esperaba. Al ver a Clara, Carmen se levantó de un salto y la abrazó con fuerza. Ambas habían compartido risas y penas desde la infancia, y este reencuentro las trasladó de vuelta a aquellos días sin preocupaciones.
—¡Hay que celebrarlo! ¡Dos años sin vernos! —propuso Clara, y las tres se sentaron a la mesa, sumergiéndose en conversaciones. Cada una tenía su propia historia, llena de alegrías y dolores que la vida les había repartido generosamente.
Carmen enviudó hace seis años. Su marido, Javier, falleció en un accidente de coche junto a su amante. Durante todo un año, él llevó una doble vida, y Carmen no se dio cuenta. Aunque intuía que algo iba mal, por sus hijos—un niño y una niña—luchó por mantener el matrimonio. Ellos adoraban a su padre, y Carmen no quería destruir su mundo.
Pero el accidente lo cambió todo. Los niños, devastados, tardaron en recuperarse. Carmen, destrozada por el dolor, intentó ser su apoyo, pero la pena fue carcomiendo a la familia por dentro.
—¡Y mi Antonio es un verdadero tirano! —suspiró Clara, dando un sorbo a su café. —Leí sobre relaciones tóxicas en internet, y es él al pie de la letra. Menos mal que lo eché antes de que la situación empeorara.
—Los maridos son una cosa —respondió Carmen con una mueca amarga—. Con ellos puedes divorciarte. Pero los hijos… de los hijos no te libras. Después de la muerte de Javier, los míos se descontrolaron. Todos sufrimos, pero mi hijo… empezó a culparme de todo. Decía que por nuestras peleas su padre buscó a otra. Que los nervios lo traicionaron, y por eso chocó. Ahora me odia. Me dijo que ojalá me hubiera muerto yo en su lugar. ¿Te imaginas, Clara? Que hubiera preferido que fuera yo…
Calló, su voz tembló y los ojos se le llenaron de lágrimas. Clara y Esperanza permanecieron en silencio, sin encontrar palabras. Carmen, respirando hondo, continuó:
—Se ha vuelto un déspota. Solo tiene 19 años, y le tengo miedo. No solo me insulta—me pega. Lo aguanto porque… ¿qué voy a hacer? ¿Denunciar a mi propio hijo? Hasta a mi hermana la atormenta, porque ella me defiende. El otro día se enfureció tanto que la golpeó contra el borde de la mesa solo por salir a pasear conmigo. Luego se disculpó, pero al día siguiente, otra vez lo mismo. Espero que el servicio militar lo enderece. Mi hija y yo vinimos aquí para escapar un poco de su tiranía.
Clara miró a su amiga con el corazón encogido. Sabía lo mucho que sufría Carmen, pero no hallaba consuelo para darle. Esperanza, su hermana, jugueteaba con una servilleta en silencio, los ojos brillantes por las lágrimas.
—Sabes —continuó Carmen—, siempre me pregunto: ¿en qué fallé? Quise ser una buena madre, pero mi hijo me ve como su enemiga. Me culpa de todo lo malo en su vida. Y yo… ya no sé cómo seguir.
—Es horrible —susurró Clara—. ¿Cómo puede tratarte así? ¡Tiene que entender que no es tu culpa!
—No quiere entender —negó Carmen con la cabeza—. Para él es más fácil odiarme. Y temo que no solo destroce mi vida, sino también la de mi hermana. Ella aguanta sus insultos por mí.
Esperanza alzó por fin la mirada:
—Carmen, no me arrepiento de defenderte. Es tu hijo, pero esto no puede seguir. Hay que hacer algo. ¿Hablar con él? ¿O llevarlo a un psicólogo?
—¿Psicólogo? —Carmen soltó una risa amarga—. Ni lo escuchará. Dice que la culpa es solo mía, y punto.
El silencio en la cocina se volvió pesado, como una nube de tormenta. Las tres sentían el dolor de las demás, pero nadie sabía cómo aliviarlo. Clara, intentando distender el ambiente, alzó su taza:
—Chicas, brindemos… por nosotras. Por encontrar fuerzas para seguir, a pesar de maridos e hijos que nos rompen el corazón.
Carmen y Esperanza esbozaron una sonrisa débil, pero las lágrimas asomaban en sus ojos. Chocaron las tazas, sin alegría en el brindis. Carmen miró por la ventana, donde caía el anochecer, y pensó en su hijo. Aún lo amaba, a pesar del dolor que le causaba. Pero, en el fondo, temía que ese amor se convirtiese en su condena.
**Lección de hoy:** A veces, el amor más profundo es el que más nos hiere. Pero no por ello debemos permitir que nos destruya. Aprender a poner límites, incluso con aquellos que llevamos en la sangre, no es traición—es supervivencia.