Con él, las cosas son diferentes conmigo, no como con ella

¿Quién es esa?

El móvil de David estaba sobre la mesada de la cocina, la pantalla volteada hacia arriba, y Carla había leído el mensaje emergente antes de comprender lo que estaba pasando. Te echo de menos, mi amor. Un corazón. Un beso. Y un nombre desconocido: Olga.

David se giró bruscamente del cafetière y algo cruzó por sus ojos: no fue miedo, sino una fastidiada irritación, un destello fugaz ocultado tras la máscara habitual de ligera molestia.

¿Estás husmeando en mi móvil?
Se encendió solo. Carla levantó el aparato y desbloqueó la pantalla con el gesto de siempre. Se conocían las contraseñas del otro. ¿Quién es esa Olga?

David se volvió, pulsó el botón del cafetière.

Una compañera.
¿Una compañera te escribe te echo de menos, mi amor?

Carla pasó página tras página del chat, y sus dedos se enfriaban con cada mensaje desplazado. Fotos. Mensajes de voz. Planes de fin de semana que David supuestamente pasaba en una conferencia en Barcelona. Chistes que solo ellos comprendían. Y las fechas: el primer mensaje en marzo. Ahora estábamos en septiembre. Medio año. Ciento ochenta días de desayunos preparados, esperas después del trabajo, planes de vacaciones, la ilusión de ser felices.

Dimi, lleváis medio año de conversación.

El cafetière se quedó en silencio. David tomó el vaso, dio un sorbo, y Carla, con una claridad extraña, anotó que su marido parecía totalmente impasible.

Carla, no empieces.
¿No empiece? Ella lo miró fijamente, buscando en su rostro alguna sombra de culpa o vergüenza. Nada. Solo el cansancio de alguien al que le interrumpieron el café matutino.

¿Me engañas durante seis meses y debo quedarme callada?

David dejó el vaso, se llevó la mano a la cara.

Escucha, es complicado. Hablemos esta noche, llego tarde.

Se marchó. Cogió el maletín, le dio un beso en la mejilla con el gesto de siempre y salió. La puerta se cerró con un suave clic y Carla quedó plantada en medio de la cocina.

Volvía a leer los mensajes una y otra vez, buscando una explicación. ¿Era una broma? ¿Un malentendido? Pero las fotos no mentían: David y una rubia desconocida en un restaurante, en el puerto, en el apartamento de alguien. Selfies con sonrisas idénticas y dedos entrelazados.

Carla intentó recordar cuándo todo empezó a torcerse. Sus charlas matutinas. Las cenas compartidas. Los planes de comprar una vivienda más grande, quizá adoptar un perro. Nada anunciaba la tormenta. Absolutamente nada.

¿O simplemente no quería ver?

Ana llegó cuarenta minutos después del llamado. Entró a la vivienda, le entregó a Carla una bolsa de croissants y tomó asiento en el sofá.

Cuéntame.

Carla relató, saltando entre detalles y emociones. Ana escuchaba en silencio, su rostro se volvía cada vez más serio.

No lo entiendo, Carla pasó los dedos por el pelo por décima vez. Todo iba bien. Éramos felices. ¿De dónde ha salido esto?

Ana guardó silencio y luego preguntó con cautela:

Carla, ¿realmente no habías percibido nada? ¿Nada?

¿Qué se supone que debía notar? Llegaba a casa, cenábamos, los fines de semana íbamos al campo. ¡Una familia normal!

Vale. Ana respiró hondo, y Carla supo que lo que venía sería duro. Carla, ¿recuerdas cómo os conocisteis?

Carla parpadeó.

¿Qué tiene eso que ver?

Todo. Os conocisteis hace tres años en la fiesta de la empresa. Tú trabajabas en contabilidad externalizada.

¿Y?

Y David estaba casado con Marina. Dos años, Carla. Dos años de relación mientras él estaba casado. Después se divorció y se casó contigo.

Carla abrió la boca, la cerró. Su mente se llenó de ruido y los croissants olían a azúcar barato.

Eso es distinto, logró decir al fin. Nos amamos. Con Marina ya había acabado, lo decía él mismo. Sólo tardaban en firmar el divorcio.

Ana la miró fijamente.

David engañó a su mujer. Dos años. Contigo. ¿Por qué creíste que contigo sería distinto?

Porque todo era distinto con nosotros, Carla se levantó, se abrazó a sí misma. Porque me eligió. David cambió, Ana. Cuando nos casamos, cambió de veras.

Ana negó con la cabeza.

No cambió, Carla. Simplemente es así. David es un hombre que se ama a sí mismo por encima de todo. El resto son decoraciones: esposa, amante, trabajo. Toma lo que quiere cuando quiere. La fidelidad le parece aburrida. Las limitaciones son para los demás.

No lo conoces.

Conozco a ese tipo. Ana tomó la mano de Carla. Recuerdas cómo soñabas con que dejara a Marina, esperabas su llamada, te convencías de que pronto estaríais juntos de verdad?

Carla guardó silencio. Claro que lo recordaba: cada noche sin dormir, cada cena cancelada a último momento, cada mentira que contaba a sus amigas para ocultar sus encuentros. Dos años como amante fueron humillantes y dolorosos, pero ella aguantó, esperó, creyó.

Lo lograste, continuó Ana, suave pero implacable. Se divorció, se casó contigo. ¿Sabes qué pasó? La posición de amante quedó vacía. A David le gusta la adrenalina, lo prohibido, lo secreto. Tú te convertiste en esposa legal y ahora eres aburrida.

¡Yo no soy aburrida!

Carla volvió al sofá. Las palabras de Ana eran duras, pero algo dentro de ella aceptaba la verdad.

Los viajes de trabajo. David empezó a irse de comisiones en abril, cada dos semanas o más. Carla nunca pensó que hubiera algo malo: es trabajo. Reuniones que se alargaban, eventos corporativos a los que no podía asistir la esposa.

Y la cama. Carla recordó, con dolor, los últimos meses. David llegaba cansado, la besaba en la frente, se giraba hacia la pared. Ella culpaba al estrés, a la edad, a cualquier excusa para no mirar la realidad.

Necesito verlo con mis propios ojos, exhaló Carla. Tener pruebas.

Vigilar a su marido resultó humillante, pero técnicamente sencillo. Carla pidió baja médica y, durante tres días, se quedó tras la oficina. El segundo día tuvo suerte.

David salió de la empresa a las siete de la tarde, subió al coche, pero no volvió a casa. Carla lo siguió en taxi, sintiéndose una heroína de novela negra. David aparcó frente a una cafetería del centro y, cinco minutos después, una joven se subió al asiento del pasajero.

Una rubia de veinticinco, tal vez veintiséis, con corte de moda y sonrisa segura. La misma Olga de los mensajes; Carla la reconoció al instante.

David tomó la mano de Olga, la acercó a sus labios. Le susurró algo y ella rió, echando la cabeza hacia atrás. El gesto le resultó tan familiar como el de Carla tres años atrás.

El mismo restaurante. Carla reconoció el letrero. David la había llevado allí a su primera cita, había dicho que era su sitio especial.

Se sentaron en la misma mesa junto a la ventana. David pidió, y Carla vio los gestos habituales, aunque no escuchó sus palabras. Probablemente recomendó pechuga de pato y postre de tarta de Santiago. Seguramente habló de su infancia en Valencia y de su sueño de recorrer el mundo. Y, como siempre, la mirada que dirigió a Olga era atenta, hambrienta, prometedora.

La escena se repetía al detalle. David no se molestaba en inventar una nueva trama. ¿Para qué si la vieja funcionaba?

Carla volvió a casa y esperó a su marido.

Llegó a las once. Olía a perfume ajeno, dulce, floral, nada parecido al suyo.

Tenemos que hablar.

David suspiró, se quitó el blazer y lo colgó en el respaldo de la silla.

¿Qué ahora, Carla? Estoy cansado

Te vi hoy.

David se quedó inmóvil un segundo. Luego encogió de hombros.

Entonces lo has estado vigilando.

Responde.

Sí, estuve con Olga. Se sentó, cruzó una pierna sobre la otra. No significa nada, Carla. Escucha. David se inclinó hacia adelante y, en su rostro, apareció esa expresión sincera y convincente que ella había creído durante tres años. Te quiero. Eres mi esposa. Olga es solo una aventura. No cambia lo nuestro.

¿Le estabas diciendo lo mismo a Marina?

David se interrumpió.

Es diferente.

¿Sí? Carla se sentó frente a él. Engañaste a una conmigo. Ahora engañas a otra. ¿Dónde está la diferencia?

Cambié, Carla. Después del matrimonio quería ser fiel, pero dio un gesto con las manos. Así ha sido. Terminaré con Olga. Lo prometo. Desde hoy, solo tú.

La promesa sonaba pulida, ensayada. Carla observó a su marido y vio lo que había evitado ver todos esos años: un vacío detrás de palabras bonitas. Un hábito de mentir convertido en segunda naturaleza. Egoísmo disfrazado de encanto. David no sabía amar a nadie salvo a sí mismo. No quería aprender.

No.

¿Qué, no?

No necesito tus promesas.

David frunció el ceño.

Carla, no dramatices. Todas las parejas pasan por esto. Lo superaremos.

Carla negó con la cabeza. En su pecho había un frío que, por primera vez en mucho tiempo, se tornó claridad.

No cambiarás. Nunca. Para ti es un problema nada. Es la norma. Es cómodo: esposa en casa, amante al margen. Simple.

Hablas tonterías.

Digo la verdad. Carla se levantó. Hace tres años pensé que era especial. Que conmigo serías otro. Pero solo ocupé el lugar de Marina.

Salió con Ana esa misma noche.

El divorcio duró tres meses.

David no se opuso. En noviembre se mudó oficialmente con Olga; Carla lo supo por conocidos comunes. La nueva pareja parecía feliz. Olga brillaba en Instagram con hashtags de amor y destino, planificando su boda.

Ana le mostró una de sus publicaciones.

Mira. Él dice que soy especial, que nunca ha amado así.

Carla apartó el móvil.

No lo quiero ver.

¿Estás enojada?

No. Y era verdad. Me daba lástima. Dentro de dos años ella también estará sentada con una amiga, llorando como yo.

Ana la abrazó.

¿Te sientes mejor?

Carla reflexionó. No, la vida no se hacía más ligera, pero algo dentro dejó de aferrarse a la ilusión de aquel hombre inventado.

¿Sabes lo más ridículo? Carla sonrió sin ganas. Lo sabía desde el principio. Sabía que él era así. Yo misma fui su amante, vi cómo mentía a su esposa, escuché sus historias falsas y, sin embargo, pensé que conmigo sería distinto.

Te enamoraste.

Fui tonta y ciega. Son cosas distintas.

Ana guardó silencio.

¿Y ahora?

Carla miró por la ventana.

Ahora buscaré a quien no tenga que remodelarse. A una persona que sea fiel desde el principio. ¿Existen esos?

La lluvia comenzó a caer, gotas deslizándose por el cristal. Carla observó el espectáculo y, por primera vez en meses, no pensó en David, ni en su boda, ni en los planes que nunca se cumplirían.

Con el tiempo, un año después, se casó con un hombre que nunca miró a otro lado. Dos años después nació una niña, y al año siguiente un niño. Su familia se fue fortaleciendo día a día, y ella comprendió, al fin, lo que es un matrimonio construido sobre amor verdadero.

Al final, la vida enseña que no vale la pena perseguir sombras; es mejor buscar la luz de una persona íntegra, porque sólo así el corazón puede descansar en paz.

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MagistrUm
Con él, las cosas son diferentes conmigo, no como con ella