Se dio cuenta de que su felicidad era infinita
Elena decidió pasar el fin de semana en su pueblo natal para visitar a su madre mayor y a su hermana. Vivía en la capital, trabajaba como cardióloga en un hospital y rara vez tenía tiempo para escaparse a sus raíces.
Elena tenía cuarenta y cinco años, una mujer atractiva, divorciada hacía tiempo y con una hija ya mayor. Su hija terminó la universidad, se casó con un compañero de estudios y se mudó a su tierra natal. Su matrimonio duró siete años, pero al final se separaron porque eran demasiado diferentes. Ambos acordaron que era lo mejor.
“Qué suerte tener tres días libres”, pensaba Elena mientras recorría el supermercado, “puedo comprar algo para mamá y para Carmen”.
Elena era de pueblo, pero desde niña soñó con ser médico y marcharse. La verdad, la vida en el campo le parecía aburrida, aunque el pueblo se llamara “Alegría”. Pero allí no había mucha alegría: el lugar estaba en declive. Los “alegres” vecinos se habían ido a trabajar a otros sitios, no había empleo y los jóvenes emigraban a la ciudad.
En otoño e invierno, el pueblo se volvía más triste. Solo con la llegada de la primavera, cuando empezaban los trabajos en el campo, todo parecía un poco más luminoso. El verde y el sol hacían que “Alegría” viviera un poco a su nombre.
Era mediados de junio, y Elena viajaba en autobús desde la ciudad, contemplando por la ventana los campos verdes y llenos de color. Iba contenta; hacía casi dos meses que no veía a su familia.
“Mamá no está bien, menos mal que Carmen vive con ella. Es una bendición, porque si no, tendría que venir más a menudo. No es un viaje corto: tres horas en autobús”, pensaba mientras miraba el paisaje.
Su hermana pequeña, Carmen, nunca se marchó del pueblo. Se casó con un chico local y se quedó allí. Su padre murió joven, así que Carmen y su marido vivían con su madre. Javier era un manitas: había reformado la casa, hecho una ampliación para su familia y puesto una entrada separada para no molestar a su suegra. Carmen tuvo gemelos, que ya estaban estudiando en otro pueblo.
“Al contrario que yo, Carmencita siempre quiso vivir aquí. Yo solo quería escapar de tanta ‘alegría'”, solía contarle a su amiga Lucía, a quien incluso llevó una vez al pueblo. Lucía se maravilló con el aire fresco y la belleza del lugar.
“Ya, pero tú eres de ciudad, es normal que te impresione todo esto. Si vivieras aquí en otoño, con la lluvia y el barro, o en primavera con el campo embarrado… no sé si seguirías tan encantada”, bromeaba Elena.
Esta vez, el viaje se le pasó rápido porque se quedó dormida. Despertó al pasar por un pueblo grande. Pronto apareció a lo lejos “Alegría”, y el autobús salió de la carretera principal para adentrarse en un camino de tierra, con baches que sacudían el vehículo.
Al bajarse, Elena miró alrededor.
“Nada ha cambiado”, sonrió mientras caminaba hacia su casa.
El sol calentaba suavemente, el aire olía fresco y los pájaros cantaban. Su ánimo era bueno; al fin y al cabo, estaba en casa.
“Hola, Elenita”, escuchó una voz anciana. La señora Rosario, vecina de su madre, estaba delante de ella. “¿Vienes a ver a tu madre?”
“Hola, doña Rosario. Sí, tenía ganas de visitarlas”.
“Buena idea. Tu madre me habló de ti hace poco. Está esperándote. Bueno, yo voy a la tienda, que me han traído la pensión”.
“Muy bien, doña Rosario, ¿y cómo anda su salud?”
“¿Qué quiere que le diga, hija? A mi edad…”, contestó la anciana antes de irse.
Elena entró por la cancela. Nadie estaba en el patio. Al abrir la puerta, como siempre, la recibió el gato Silvestre, frotándose contra sus piernas.
“Hola, mi vida, hola, pequeño”, le acarició mientras el animal ronroneaba.
“Ah, sí, ‘pequeño’…”, apareció Carmen desde la cocina riendo. “Con la tripa que tiene parece un tonel. Hola, hermanita”. Se abrazaron. “¿Vas a comer?”
“Claro, con el viaje que llevo”.
“¿Aquí dentro o fuera?”
“Fuera, con este sol y este aire… ¿Dónde más podría disfrutar así?”
“Yo también prefiero comer al aire libre. Voy a poner la mesa. ¿Y mamá?”
“En el huerto. Ahí viene, mira, ya te trae fresas. No podía faltar el mimo para su hija”, se rió Carmen.
“Hola, mami”, Elena corrió hacia ella, le cogió el bol de fresas y la abrazó. “Cuánto te he echado de menos”.
“Hola, cariño, hola, mi niña”, su madre sonreía feliz, con sus dos hijas a su lado. “Vamos a comer en el porche”.
Durante la comida, Elena se enteró de las noticias del pueblo, buenas y malas. La mayoría de los habitantes eran mayores, y poco a poco se iban los que ella conocía de la infancia.
“¿Y Javier?”
“Está de turno. Así es como se gana la vida ahora. Aquí no hay trabajo. Se fue hace dos semanas: un mes fuera, un mes aquí. Trae buen dinero, ¿ves? Hasta nos compramos un coche”, señaló hacia el vehículo.
“Qué suerte tienes con tu marido, Javier es un buen hombre. No como el mío”, contestó Elena.
“Es que tú no buscaste en el sitio correcto. Tenías que haber elegido a un chico de aquí, como yo. Tú necesitabas a un urbano”, bromeó Carmen, mientras su madre asentía.
Mientras hablaban, llegó la cartera, Martina, con un aviso de correo para Carmen.
“Otra vez has pedido algo, ¿no? Pásate por la oficina”, le dijo.
“Gracias, Martina. ¿Quieres un café?”
“No, hoy voy con prisa”.
“Oye, ¿puedo ir yo por ella? Con su DNI”, preguntó Elena.
“Bueno… vale, llamaré a Sofía para que sepa que vas tú en su lugar. Te conocen en la oficina”.
“Elena, ¿por qué quieres ir tú?”, preguntó Carmen, extrañada.
“Si tú no tienes tiempo, yo encantada de dar un paseo por el pueblo. Dame tu DNI, que llevo mucho rato sentada. La oficina está al otro extremo”.
“¿Por qué no vas en bici? Así revives viejos tiempos. Yo siempre la uso, hasta para ir a la tienda”, sugirió Carmen.
“Muy buena idea”. Elena se cambió los vaqueros y salió.
Pedaleó disfrutando del viento cálido. Al llegar a la oficina de correos, una casa antigua de madera, dejó la bici apoyada en la valla.
“Hola”, saludó al entrar.
“¡Elenita!”, exclamó Sofía, una antigua compañera del colegio. “¡Cuánto tiempo! Martina me avisó”.
Charlaron un rato, recordando viejos tiempos.
“¿Te quedas mucho?”
“No, solo el fin de semana. Las vacaciones son en agosto”.
Al despedirse, Elena volvió a la bici. Iba distraída cuando de pronto oyó:
“¡Cuidado!”.
Giró la cabeza y frenó. Delante había un hombre, también en bicicleta, a punto de chocar por un bache.
“Perdona, me quedé mirando el jardín de la tía Encarna”.
“No pasa nada”, sonrió él, alto y atractivo, con una camiseta clara.
Elena se ruborizó.
“Qué imagen le habré dado: despistada y distraída…”.
“No te he visto antes por aquí, y ya no soy del pueblo, pero vengo apero vengo de visita a casa de mi tía”, respondió el hombre con una sonrisa cálida, “me llamo Daniel, ¿y tú?”.