Comprendió que su felicidad era infinita
Margarita decidió pasar el fin de semana en su pueblo natal para visitar a su madre mayor y a su hermana. Vivía en la capital provincial, trabajaba como cardióloga en el hospital y no siempre podía escapar a sus raíces.
Margarita tenía cuarenta y cinco años, una mujer atractiva, había estado casada años atrás y tuvo una hija. Esta ya se había graduado en la universidad y, tras casarse con un compañero de clase, se mudó a su tierra natal. Con su marido vivieron siete años antes de separarse. Eran demasiado diferentes. Fue una decisión mutua.
“Qué bien que tengo tres días libres”, pensó Margarita. “Iré al supermercado, compraré algo para mamá y mi hermana”.
Margarita era de pueblo. Desde pequeña soñó con ser médica y escapar de allí. La verdad, la vida en el campo podía ser aburrida, aunque el pueblo se llamaba “La Alegría”. Pero allí no había mucha alegría; estaba en declive. Los “alegres” vecinos se habían marchado a buscar trabajo donde pudieran, los jóvenes huían a la ciudad.
En otoño e invierno, el pueblo se volvía aún más triste. Solo con la llegada de la primavera, cuando comenzaban los trabajos en el campo, el lugar cobraba un poco de vida. El verdor y el sol hacían que “La Alegría” lo fuera un poco más.
Era mediados de junio. Margarita viajaba en autobús desde la ciudad, contemplando por la ventana el paisaje verde y lleno de color. Se sentía feliz; hacía casi dos meses que no veía a su familia. El trabajo…
“Mamá no está bien, por suerte Elena vive con ella. Es una bendición, si no, tendría que venir más seguido, aunque el viaje es largo: tres horas en autobús”.
Elena, su hermana menor, nunca se fue del pueblo. Se casó con un muchacho local y allí se quedó. Su padre había muerto joven, así que Elena y su marido vivían con su madre. Javier resultó ser muy mañoso: arregló la casa, construyó una ampliación para su familia e incluso hizo una entrada separada para no molestar a su suegra. Elena había tenido dos gemelos, que ya habían dejado el pueblo para estudiar en la universidad.
“A diferencia de mí, Elena siempre quiso vivir aquí. Yo, en cambio, solo deseaba escapar de esta ‘alegría'”, le decía a su amiga Verónica, a quien incluso llevó alguna vez al pueblo. Verónica se enamoró del aire fresco y la belleza del lugar.
“Claro, Nica, como eres de ciudad, todo esto te parece encantador. Pero si vivieras aquí en otoño, con lluvia y barro, o en primavera con el campo embarrado… no sé si seguirías emocionándote”, solía reírse Margarita.
Esta vez, el viaje se le pasó rápido porque se durmió. Abrió los ojos al pasar por un pueblo grande. Pronto apareció “La Alegría” en la distancia. El conductor giró por un camino de tierra y el autobús comenzó a sacudirse.
Al bajar, Margarita miró alrededor. “Nada cambia aquí”, sonrió y caminó hacia su casa.
El sol calentaba suavemente, el aire olía fresco y los pájaros cantaban. Su ánimo era excelente; al fin y al cabo, era su tierra.
“Hola, Rita”, escuchó una voz anciana. Era la vecina de su madre, la abuela Lucía. “¿Vienes a visitar a tu madre?”.
“Hola, abuela Luchi. Sí, tenía ganas de verla”.
“Qué bien. Hace poco tu madre te recordaba, te espera… Bueno, sigue, yo voy a la tienda. Me llegó la pensión”.
“Claro, abuela, ¿y cómo está su salud?”.
“¿La mía? Como corresponde a mi edad, hija”, respondió la anciana, alejándose con pasitos cortos.
Margarita entró por la puerta del patio. Dentro, el gato Simón la recibió frotándose contra sus piernas.
“Hola, mi niño, hola, pequeñín”, le dijo acariciándolo. El gato ronroneó con fuerza.
“¡Huy, ‘pequeñín’!”, asomó Elena desde la cocina. “Tiene cara de no caber en su plato, parece un tonel”, se rió. “Hola, hermanita”. Se abrazaron. “¿Vienes a comer?”.
“Por supuesto, además, vengo con hambre del viaje”.
“¿Comemos dentro o en el patio?”.
“En el patio, con este sol y este calor… ¿Dónde más podría disfrutar así?”.
“Vale, a mí también me gusta el aire libre. Voy a poner la mesa”.
“¿Y mamá?”.
“En el huerto… Mira, ahí viene, y te trae fresas. Claro, hay que consentir a la hija”, se rió Elena.
“Hola, mamá”, Margarita se acercó a ella, tomando el cuenco de fresas. “¡Cuánto te he echado de menos!”, abrazándola.
“Hola, Ritita, hola, cariño”, su madre sonreía feliz, con sus dos hijas a su lado. “Vamos a comer en la glorieta”.
Durante la comida, Margarita se enteró de las noticias del pueblo, alegres y tristes. La mayoría de los vecinos eran ancianos, y poco a poco desaparecían los rostros que ella recordaba de su infancia.
“¿Y dónde está Javier?”.
“Está de turno. Así gana dinero ahora. Aquí no hay trabajo. Se fue hace dos semanas, un mes fuera, un mes aquí. Trae buen dinero, hasta compramos coche”, dijo señalándolo.
“Qué bien, Javier cuida de su familia. A ti te tocó un buen marido, no como a mí”.
“Es que buscaste en el sitio equivocado. Habrías debido casarte con uno del pueblo, como yo. A ti te convenía un urbanita”, se rió Elena, y su madre asintió.
Mientras hablaban, llegó la cartera Marina con un aviso para recoger una carta a nombre de Elena.
“Elena, ¿has pedido algo otra vez? Ve a Correos, aquí está el aviso”.
“Gracias, Marina, iré cuando pueda. ¿Te quedas a tomar algo?”.
“No, hoy tengo mucho trabajo”, declinó.
“Marina, ¿puedo ir yo en su lugar? Con su DNI”, preguntó Margarita.
“Bueno… está bien. Llamaré a Teresa para avisarle. Todos en Correos te conocen”, sonrió la cartera.
“Rita, ¿por qué quieres ir tú?”, se sorprendió Elena.
“Tú misma dijiste que no tenías tiempo. A mí me apetece pasear por el pueblo. Dame tu DNI, ya me he sentado demasiado. Correos está al otro extremo”.
“¿Por qué no vas en bici? Revivirás viejos tiempos. Yo siempre voy así, hasta a la tienda”, sugirió Elena. “Ahí está mi ‘caballo’ listo”.
“Buena idea. Lo útil con lo agradable. Espera, que me pongo los vaqueros”.
Después de comer, Margarita recorrió el pueblo en bicicleta. El viento cálido le acariciaba el rostro. Al llegar a la antigua casa de madera donde estaba Correos, dejó la bici junto a la valla.
“Hola”, dijo al entrar.
“¡Ah, Ritita! ¡Hola!”, respondió alegremente Teresa, su antigua compañera de clase. “Acércate, Marina ya me llamó”.
Charlaron un rato, sin otros clientes, recordando la escuela y a los compañeros.
“¿Te quedas mucho?”, preguntó Teresa.
“No, solo el fin de semana. El verano, en agosto”.
Se despidió, montó en la bici y emprendió el regreso. Al girar hacia un lado, escuchó un grito:
“¡Cuidado!”.
Se detuvo de golpe. Frente a ella, otro ciclista casi chocó contra ella al esquivar un bache.
“Perdón, me estaba distrayendo con el jardín de tía Gloria”.
“No pasa nada”, sonrió el hombre alto y atractivo, con una camisetaMargarita y Esteban siguieron pedaleando juntos ese día, y en los años que vinieron, cada regreso al pueblo les recordó que la verdadera alegría siempre había estado esperándolos entre los campos dorados y las risas compartidas en “La Alegría”.