Trabajadora extraña
La nueva trabajadora despertó de inmediato la curiosidad de Ana. Sin embargo, la chica claramente evitaba a sus colegas; no iba con ellas al café de la oficina y justo al finalizar la jornada agarraba su bolso, se calaba una gorra y corría al estacionamiento sin hablar con nadie. La colocaron en el puesto de trabajo al lado de Ana. Ana oía cómo ella atendía las llamadas, y debo decir que su voz era agradable.
– Ana, ¿aún no has charlado con la nueva? – preguntó un día Olga, la gerente de turno. – Parece que todo está bien con ella, e incluso es una trabajadora excelente… Pero es demasiado introvertida. Lleva más de un mes trabajando aquí y todavía no ha hecho amigos. Ni siquiera todos recuerdan bien su cara.
Ana se encogió de hombros:
– No, no he hablado con ella. Una vez le pedí que me pasara un lápiz, y lo lanzó sin mirarme… Me molestó un poco, la verdad.
– Bueno, tal vez luego comience a socializar más…
Pronto Ana se enteró de que la formación de la nueva no se correspondía en nada con su puesto. Resultó que Victoria (así se llamaba la chica) había estudiado en la Facultad de Biología e incluso tenía un doctorado. ¿Cómo había acabado allí, en un simple centro de llamadas, donde en su mayoría trabajan estudiantes y jóvenes recién graduados que no han encontrado nada mejor?
La curiosidad llevó a Ana a acercarse a Victoria durante un descanso para hacerle una pregunta sobre el trabajo. Victoria bajó la cabeza y le respondió con voz tímida, sin mirarla. Ana percibió que Victoria mantenía la cabeza baja a propósito para que su cabello cubriera su rostro.
– ¿Estará enferma de algo? – se preguntaban los chicos del centro de llamadas entre ellos.
– No, solo acné, por eso se esconde la cara, – bromeó Óscar, el administrador del sistema, quien se creía el ingenioso del grupo.
Una vez, Ana tuvo que quedarse más tiempo en el trabajo de lo habitual. El centro de llamadas se vació, y Ana quedó sola para terminar el informe de las llamadas salientes. Al terminar, envió el informe por correo al gerente y miró el reloj. Eran casi las nueve de la noche, y le esperaba una hora de camino hasta su casa. Siempre le decían que debía hacer todo a tiempo.
Ana suspiró, apagó la computadora, tomó su abrigo, cerró la oficina y se dispuso a volver a casa. Al salir del edificio, se dio cuenta de que llovía. Y, como para colmo, había olvidado el paraguas en casa. Antes de llegar al metro, ya estaría completamente mojada. ¿Qué clase de día era ese? ¿Cuándo acabaría al fin?
– Si quieres, puedo llevarte – sonó una voz conocida junto a Ana.
Ana se giró y vio que del otro lado de la entrada estaba una chica alta, con gorra y sudadera. ¡Era Victoria!
– ¿Victoria, eres tú? – preguntó Ana sorprendida.
La chica asintió.
– Sí, me dejé el teléfono en la oficina. Tuve que regresar. Vi que salías. Si esperas un poco, te llevo adonde necesites. Va a caer un aguacero y yo tengo coche.
– Gracias, no me vendría mal – sonrió Ana. Diez minutos después las chicas estaban en el coche de Victoria. Por primera vez, Ana pudo ver su rostro. Y se horrorizó. Victoria tenía una cicatriz en la mejilla, la nariz parecía hundida en el cráneo, y un párpado caído cubría parcialmente uno de sus ojos.
Al parecer, sintiendo la mirada de su colega, Victoria sonrió irónicamente:
– Pregunta si te interesa.
Ana negó con la cabeza:
– No, todo está bien.
– Vamos, está claro que no. – Victoria suspiró. – Llevo mucho tiempo escondiéndome. Tengo algunos problemas. Problemas serios. No siempre fui así. ¿A dónde vas, por cierto?
Ana le dio la dirección.
– Si quieres, puedo contarte cómo pasó todo. El camino es largo, nos dará tiempo. ¿Sabes? Realmente quiero compartirlo con alguien. Es difícil guardarlo todo para mí misma…
– Está bien. Si quieres hacerlo, si no, no es necesario. En serio, – Ana sonrió. – No soy muy curiosa. Y no le contaré a nadie, si es importante.
Y Victoria comenzó su historia. Victoria fue un hijo tardío. Su madre, profesora de la cátedra de botánica, tenía más de cuarenta años, y su padre cincuenta. Ya no esperaban ser padres. Pero ocurrió un milagro. Para ellos, fue una inmensa alegría.
– Hemos vencido a la naturaleza, parece – decía sonriente la madre de Victoria.
– Entonces, nuestra hija se llamará Victoria, porque ha sido nuestra victoria, – bromeaba su padre.
Pronto se hizo evidente que Victoria tenía un talento excepcional para el estudio. A los tres años hojeaba con interés enciclopedias de la naturaleza, a los seis comenzó la escuela, que terminó con honores. Después ingresó a la universidad en la Facultad de Biología.
Sus padres no cabían de la felicidad con sus logros. Seguramente le esperaba un gran futuro. No obstante, al planear el futuro de Victoria, no tomaron en cuenta un factor. Al dedicar todo su tiempo al estudio, la niña casi no se relacionaba con sus compañeros. Estaba rodeada de libros, se enamoraba de conceptos y teorías científicas, y en su pared no colgaban pósters de chicos guapos de grupos de moda, sino grandes científicos.
Esto afectó el carácter de Victoria, volviéndola introvertida y reservada. Los compañeros la intimidaban, mientras que ella les producía asombro y rechazo. Demasiado lista, incapaz de hablar de cualquier cosa que no fuera ciencia, no sufrió la soledad hasta que comenzó a convertirse en una joven mujer.
La naturaleza hizo su parte. Victoria se dio cuenta de que ahora además de querer leer monografías y artículos sobre tendencias genéticas y citológicas, ansiaba leer novelas románticas. Las novelas las escondía bajo el colchón de su cuarto: su madre armaría un escándalo si descubría dicha literatura indigna.
Victoria tenía otro secreto. Sufría por su fealdad. O más bien, creía que era terriblemente fea. Su alta estatura, sus pechos pequeños, sus piernas desproporcionadamente largas y delgadas, su cara sencilla, su nariz aguileña, sus pómulos anchos… Todo le parecía desarmonizado, incapaz de despertar en nadie sentimientos que no fueran de lástima.
Pasó el tiempo. Victoria terminó la maestría y obtuvo el doctorado. Comenzó a enseñar en la cátedra de genética. Los estudiantes acudían a sus clases con gusto: Victoria sabía cómo capturar su interés y explicar conceptos complejos de forma clara. Todo parecía ir bien. Pero Victoria anhelaba el amor y soñaba con un hombre que la aceptara tal como era, con todos sus defectos. Y en sí, Vic veía muchos defectos.
Pronto, conoció a AQUÉL. Y se enamoró de inmediato y profundamente. De alguien completamente opuesto a ella.
Victoria asistía a un gimnasio de prestigio, afortunadamente, ya que ganaba bien. Allí conoció a Daniel. Dani era hijo de padres ricos, lo que comúnmente se llama pijo. Desde niño tenía todo lo que quería, sin esfuerzo. Al ver a Victoria pedaleando con ahínco en la bicicleta estática, decidió acercarse a ella solo para comprobar, una vez más, su atractivo masculino. Y Victoria, que nadie hasta entonces había abordado, quedó impresionada por su sonrisa, su mirada, su manera de ser.
Daniel pidió el número de teléfono de la chica y la llamó al día siguiente. Para él, Victoria era un ser curioso, de los que no había conocido antes. Pero para Victoria, Dani era su gran amor, un hombre por el que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Y el joven pronto se dio cuenta de que tenía a Victoria completamente bajo su control.
Primero le pidió que cancelara sus clases en la universidad para verlo. Luego le exigió un cambio de estilo de vestir. Antes vestía siempre con vaqueros y sudaderas, pero comenzó a usar minifaldas, tops cortos y tacones. A Dani le encantaba tener el control sobre una chica tan inteligente y única. Y siempre quería más.
– Cariño, eres muy guapa – decía él. – Pero, sabes, siempre me han gustado las chicas con un busto más grande. Si tuvieras un tamaño mayor, serías simplemente perfecta.
Tras pensarlo mucho y evaluar los riesgos, Vic se sometió a su primera cirugía estética. Dani estaba encantado y se jactaba ante sus amigos de que había una “científica” que había “aumentado sus senos” para él.
Y Dani no iba a detenerse allí. Victoria se inyectó los labios, aumentó sus pómulos, incluso se hizo un pequeño ajuste en los párpados… Su trabajo sufrió, sus colegas no entendían lo que pasaba con la joven, que hasta hace poco solo estaba interesada en la ciencia. Victoria cada vez faltaba más a las clases, lo que causaba descontento entre los demás profesores, quienes debían reemplazarla.
A Vic le parecía que así debía ser. Se sacrificaba por el bienestar de su amado. Seguramente apreciaría su esfuerzo. Unas vacaciones junto al mar, tres o cuatro hijos, ancianidad feliz… En sus sueños, Victoria dibujaba escenas perfectas. Mientras Dani continuaba divirtiéndose, sugiriéndole más cambios dolorosos. Victoria no tenía amigas que le dijeran que algo horrible estaba pasando, y su madre evitaba el tema, pensando más en su tranquilidad que en el bienestar de su hija.
Todo culminó en tragedia. Victoria decidió someterse a otro procedimiento: quería levantar un poco las cejas. No tenía mucho dinero, así que acudió a un cirujano que cobraba poco… Hubo una infección… Pasó seis meses en el hospital, sometiéndose a varias operaciones. Después de eso, su apariencia cambió radicalmente.
Daniel la visitó solo una vez en el hospital. Al ver el rostro hinchado de Victoria y las cicatrices, decidió apartarse de su vida para siempre. No respondía a sus llamadas, ignoraba sus mensajes en las redes sociales, y pronto ella vio en su perfil una foto con otra, a quien llamaba su prometida.
Para Victoria, fue un golpe. Pero logró superarlo. Por la ciencia. Para seguir adelante, regresar a la docencia y volver a la universidad, de la que había tenido que retirarse por su salud.
Tras medio año, fue dada de alta del hospital. Necesitaba recuperar su apariencia. No quería dar clases con esa cara. Le incomodaba su aspecto. Por tanto, necesitaba dinero para una operación, complicada y muy costosa.
– Ahora trabajo aquí y en otro lugar. Y escribo informes por encargos, – terminó Victoria su relato.
El coche ya llevaba un rato estacionado frente al portal del edificio donde vivía Ana. Ana miraba a Victoria, y sus ojos brillaban con lágrimas.
– ¿Cómo pudo tratarte así? ¿Cómo se puede ser tan…? – preguntó con la voz temblorosa.
Victoria se pasó las manos por la cara y con aire pensativo miró por la ventana, donde las gotas de lluvia se deslizaban.
– Sabes, he aprendido algo muy importante. Hay que cambiar solo para uno mismo. Y nunca hay que sacrificarse. Ni por amor ni por amistad.