En un pequeño pueblo a orillas del Guadalquivir, donde al atardecer resonaban las campanas de la iglesia, Lucía disfrutaba de un momento de paz. El agua caliente de la bañera, llena de espuma perfumada, aliviaba el cansancio de semanas llenas de tensión. Ese día se había convertido en la esposa de Javier, y su corazón cantaba de felicidad. La boda había quedado atrás, el torbellino de preparativos se había calmado, y Lucía pudo permitirse respirar hondo. Cerró los ojos, y una sonrisa asomó a sus labios sin querer. Su vida antes del matrimonio no había sido mala, pero le faltaba calor, abrazos, apoyo. Ahora todo era diferente: a su lado estaba Javier, el hombre que le parecía un verdadero milagro.
Javier era como un héroe de película romántica: atento, generoso, con una sonrisa dulce y un encanto que le quitaba el aliento. Desde el primer día, la colmó de atenciones: le regalaba flores, la llevaba a restaurantes elegantes, la llenaba de halagos. Ella, acostumbrada a una vida modesta como dependienta en una pequeña tienda, se sentía abrumada por tanta dedicación. Se conocieron en una página de citas, y su primera impresión de Javier fue confusa—no esperaba nada serio. Pero él llegó a la cita con un ramo de rosas, su flor favorita, recordando cada detalle, y la llevó no a una cafetería, sino a un lujoso restaurante. Por primera vez, Lucía se sintió como la protagonista de un cuento de hadas.
Incluso el encuentro con su suegra, Doña Carmen, no empañó su felicidad, aunque no fue fácil. Lucía estaba tan nerviosa que tartamudeaba, derramó vino sobre su vestido y, sin querer, tiró un jarrón con frutas. Doña Carmen la llamó “patosa,” pero Javier intervino rápidamente, defendiéndola y llevándosela de allí. Esa noche, la tranquilizó, asegurándole que su madre solo estaba tensa: “Te acabará queriendo, ya verás.” Y así fue: al poco, Doña Carmen la llamó para disculparse y proponerle:
“Lucía, cariño, cenemos y hablemos de la boda. Quiero ayudar con la organización, si no te importa.”
Lucía se alegró. No entendía nada de bodas y creía que todo se limitaría a firmar en el registro. Pero Javier la sorprendió:
“Mi amor, ¿no has soñado con una boda de verdad? Vestido de novia, pastel, baile, gritos de ¡que se besen!”
Ella se ruborizó:
“Javier, me encantaría, pero ya sabes que mi sueldo apenas da para lo básico.”
Él le dio un suave toque en la frente:
“Tonta, ¿crees que me importa el dinero? Yo me encargo. Aunque fueras millonaria, haría lo mismo.”
Doña Carmen se lanzó a organizar con entusiasmo, sin reparar en el gasto. Lucía apenas podía seguirle el ritmo: desde elegir las invitaciones hasta el color de las cintas del ramo. Tuvo que tomarse unos días libres para no caer rendida.
Y llegó el gran día. Desde la mañana, todo fue un remolino: peinado, maquillaje, vestido, fotos. La fiesta pasó como un sueño—besos, bailes, cortar el pastel. Ahora, en la bañera, Lucía saboreaba los recuerdos, evocando el momento en que Javier le deslizó el anillo en su dedo. Un escalofrío la recorrió—el agua se había enfriado. Forzándose a salir, se secó, se perfumó, se peinó y se puso una lencería blanca, tan reluciente como su vestido. Sonrió, sabiendo que Javier la esperaba en el dormitorio.
Al tocar el pomo de la puerta, se detuvo al oír la voz de su suegra.
“¿Qué hace aquí?” Se sorprendió Lucía. No esperaba visitas.
Aguzando el oído, captó el susurro entre Javier y Doña Carmen. La curiosidad pudo más—quería saber de qué hablaban en su primera noche de casados.
“Javier, no me gusta cómo la miras,” refunfuñó la suegra, como si lo acusara de un crimen. “Dime que me equivoco.”
“Mamá, ya te dije que Lucía es maravillosa. Deja de decir tonterías,” respondió él, con voz culpable.
“¿Tonterías? ¡El amor es un lujo que no te puedes permitir! ¡No te encariñes con esa muchacha cualquiera!” cortó Doña Carmen.
Lucía esperó que Javier replicara, pero él guardó silencio. Su corazón se encogió—quería entrar y gritar, pero las piernas le pesaban como plomo.
“Mamá, entiéndelo, Lucía es importante para mí,” murmuró al fin Javier.
“¿Importante? ¡Eso no cambia nada! Tu hermano ha esperado demasiado. Sabes que él la eligió. Tu trabajo era enamorarla y casarte, luego nosotros nos encargaríamos.”
“Y aún no me explicas cómo,” tembló su voz.
“¿No te lo dije? Desaparecerás, y tu hermano ocupará tu lugar. ¿Crees que se dará cuenta? Si lo hacemos bien, no. Un accidente, heridas… si te quiere, lo aceptará.”
Javier soltó una risa amarga:
“¿Heridas? Mamá, ¿escuchas lo que dices? ¡Mi hermano no solo está discapacitado, está mal de la cabeza!”
“¡No hables así de él! No es culpable de su desgracia. ¡Y tú sí lo eres, Javier! ¡Tienes que ayudarle!”
Lucía tembló. ¿Hermano? Javier nunca mencionó a un hermano, menos uno enfermo. ¿Cómo pretendían intercambiarlos? ¿Eran gemelos? No tuvo tiempo de pensarlo—Javier alzó la voz:
“¡No les debo nada! ¡Basta de culparme por lo suyo! ¡Tú insististe en que lo llevara a esa excursión! ¡Él solo se lanzó por ese risco! ¡No entregaré a Lucía! Si vuelves a mencionarlo, juro que cortaré todo contacto y no le daré ni un euro. ¡Vete antes de que ella salga!”
La puerta se cerró—Doña Carmen se fue. Lucía, con las piernas flojas, salió frente a su marido:
“Javier, lo escuché todo. Explícame esto.”
Él suspiró, se pasó una mano por el pelo y se sentó en el sofá:
“Es complicado, pero ya que lo sabes… Tengo un hermano, muy enfermo. Mi madre me culpa. Hace años, fui a la montaña con amigos. Ella insistió en que lo llevara. Se cayó por un acantilado. Sobrevivió, pero quedó lisiado. No camina, y además… su mente no está bien. Es violento, rompe cosas, grita. Hace poco vio tu foto en la app y quiso casarse.”
“Los primeros días hablabas con él, pero supo que lo rechazarías si lo conocías. Mi madre ideó esto: yo te enamoro, me caso contigo, luego tengo un ‘accidente’ y él toma mi lugar. Perdona, iba a decírtelo después. Pero nunca lo permitiría. Te amo, Lucía, y no te dejaré ir.”
Ella negó con la cabeza, retrocediendo:
“Necesito pensar. Llama un taxi, iré a un hotel.”
Javier no discutió, solo le pidió que le avisara al llegar. En la habitación, Lucía no durmió en toda la noche, dividida entre el amor y el miedo. Por la mañana, lo llamó. Él llegó con rosas y su postre favorito, los ojos llenos de culpa.
“Pensé en divorciarme,” empezó ella. “Pero yo también te quiero. Aunque tu familia… esto no es normal. No podré vivir cerca de tu madre, sabiendo sus planes. Y confiar en ti ahora me cuesta. Pero quiero darnos una oportunidad. Vámonos lejos.”
Javier tomó sus manos, miránda los ojos: “Lo que tú digas, haré lo que sea por nosotros”.