CÓMO UN MALETERO SIN ASIDERO…

Oye, te voy a contar esta historia adaptada a nuestra cultura, ¿vale?

“Tolín, no vuelvas a venir más a mi casa. ¿De acuerdo?” le dije con calma.

“¿Cómo? ¿Hoy no?” preguntó él, desconcertado.

Era temprano en la mañana y Tolín ya estaba en el pasillo, apurado para ir al trabajo.

“No, nunca más,” aclaré.

“Mmm… ¿Qué pasa, Adela? Bueno, te llamo al mediodía,” respondió Tolín, dándome un beso rápido antes de salir corriendo. Cerré la puerta y suspiré, aliviada.

Llevaba tiempo queriendo decirle esas palabras. No fue fácil. Tolín era casi de la familia.

Esa noche me despedí con pasión, insaciable. Él no sospechó nada, solo exclamó:

“¡Adela! Hoy estás increíble. ¡Eres una diosa! Ojalá fueras siempre así. ¡Te quiero, mi niña!”

Antes éramos amigos, las dos parejas: yo, mi marido Raúl, Tolín y su esposa Lola (así la llamaba cariñosamente, aunque se llamaba Dolores).

Éramos jóvenes, bulliciosos, imprudentes. La verdad, Tolín siempre me gustó. Si compraba un vestido, unos zapatos o un bolso, pensaba: “¿Le gustará a Tolín?” Lola era mi mejor amiga.

Pasamos de todo juntos, cosas que ni te imaginas. Sabía que Tolín sentía algo por mí, pero siempre mantuvimos las distancias. En las reuniones, me abrazaba y susurraba:

“Adelita, ¡cuánto te he echado de menos!”

Creo que cuando las familias son tan cercanas, siempre hay atracción entre alguno de ellos. Al hombre le gusta la mujer del otro o viceversa. La tentación está ahí. Alguien siempre se enamora de la pareja de su amigo. Por eso son amigos… hasta que algo cambia. No creo en la amistad pura entre hombre y mujer. Antes, ahora o después, acaban en la cama. Es como encender fuego junto a un pajar: tarde o temprano, todo arde. Quizás haya excepciones, pero son pocas.

Mi Raúl se relamía mirando a Lola. Yo lo notaba y le daba un golpecito en la cabeza. Él se reía:

“Adela, no me marees, ¡si solo somos amigos!” Luego, riendo, añadía: “El que no peca, es porque ya está bajo tierra…”

De Lola estaba segura, jamás cruzaría la línea. Pero mi Raúl era de esos que quieren probar fruta ajena. Por eso nos divorciamos tras veinte años juntos. Se casó con otra cuando ella empezó a hablar de un heredero. Nuestros hijos ya eran mayores y se habían ido. Hice las maletas a Raúl y le di mi bendición.

“Ahí viene la soledad,” pensé al principio.

Lola y Tolín venían a verme, intentando consolarme. Pero no sufría tanto, aunque los días festivos se me hacían largos. En esas fechas, la soledad pesa más. No tienes con quién hablar, discutir o simplemente llorar un rato.

Tres años después, Tolín enviudó. La muerte no perdona. Lola estuvo enferma un año y, antes de irse, me dejó encargada a su marido:

“Adela, cuida de Tolín. No quiero que caiga en malas manos. A ti siempre te quiso, lo sentía. Vivid juntos.”

Tolín pasó su duelo, puso una lápida de mármol en su tumba y plantó flores. Con el tiempo, empezó a visitarme. Yo lo recibía con los brazos abiertos, ayudándolo a sobrellevar su pérdida. Le di calor, cuidados, cariño. Teníamos muchos recuerdos, risas y también penas compartidas.

Pero con el tiempo, empecé a hartarme. Todo me irritaba de Tolín: discutía por cualquier cosa, buscaba defectos donde no los había. Me di cuenta de que… ¡no era lo mío! Su olor me molestaba, la cama era fría, su humor no me hacía gracia. Hablaba y hablaba sin decir nada interesante. Era quisquilloso con la comida, maniático con la ropa. Como dicen: “Por mucho que brille la luna, nunca será el sol.” Lola debía quererlo mucho para aguantarlo.

Me atormentaba la duda. Quizás me había acostumbrado a vivir sola, sin nadie rondando. Todo el cariño que sentía por Tolín se esfumó. Cuando ya no soportaba ni verlo, decidí terminar en buenos términos. Me dije: “Le daré una noche inolvidable (¡que la recuerde!) y se acaba todo.”

Él, en cambio, me adoraba. Ante mis malos modos, solo respondía con sonrisas. Me besaba las manos, jamás me ofendía. Nunca se enfadaba.

A veces, con esa sonrisa inocente, decía:

“Adelita, no te enfades. Yo arreglaré todo. No podrás deshacerte de mí. No me sueltes, ¿quién te querrá como yo?”

Y era cierto, ¿quién? Sus palabras me derretían como una vela.

Ese día, Tolín me llamó en su descanso:

“Adela, ¿qué pasa? ¿Estás bien?” preguntó, preocupado.

“Sí, todo bien. Ven pronto, te echo de menos,” murmuré, sintiéndome culpable.

Pensé: “Eres como una maleta rota: da pena tirarla, pero llevarla es un incordio.”

Nuestros caminos estaban unidos. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarlo tirado? El pobre no sobreviviría solo…

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