Miré las albóndigas recién sacadas del horno, ligeramente quemadas por los bordes, y no podía creer lo que escuchaba.
—
Tu fecha de caducidad ha pasado. Exijo el divorcio —dijo Javier apartando el plato, con la misma naturalidad con que anunciaría una subida del precio de la gasolina. Me quedé inmóvil, la espátula de madera temblándome en la mano. El chumbero de la ventana alzaba una espina retorcida hacia el techo, como susurrando: «Se acabó, no das más». Tengo cuarenta y siete años, veinte compartidos con él. Nuestro hijo, Diego, estudia en Barcelona, la hipoteca del piso ya casi está pagada… Y ahora, de repente, todo se reduce a un «has expirado».
Sentí que el mundo entero se volvía una escena en blanco y negro de aquellos programas antiguos de Televisión Española. Observé las albóndigas carbonizadas y pensé: «Podría cortar los trozos quemados… ¿O ya es tarde?». Qué curioso cómo la mente se aferra a trivialidades cuando la vida se desmorona.
**Rutina, el lento veneno**
Desde primavera, el silencio se instaló en casa. Javier llegaba tarde del trabajo y los fines de semana se hundía en informes que le exigía su nuevo jefe. Yo me refugiaba en la oficina: balances contables, facturas, reuniones interminables. Por las noches, acariciaba a Lola, nuestra gata, frente al televisor. Nuestras conversaciones se limitaban a «compra leche», «ingresa en la cuenta», «¿lavas tú los platos?». El cansancio había levantado un muro entre nosotros.
Diego tiene veinte años, vive en una residencia universitaria y apenas viene. A veces llama pidiendo dinero. El verano pasado propuso una parrillada en la finca de mi madre, pero Javier alegó fatiga y al final ni llovió ni hizo sol. Ahí lo supe: éramos compañeros de piso, no matrimonio.
**El detonante**
En realidad, las grietas venían de lejos. Hace un mes, al atascarse el fregadero, llamé al fontanero de la comunidad. Javier protestó: «Eso es cosa de hombres, no te metas». ¿De hombres? Él jamás tocaba un destornillador. Quería humillarme, señalarme como inútil.
Luego, el comentario de Tía Rosa en el rellano: «¿Javi, Nati, no celebrasteis vuestro aniversario?». Cruzamos miradas: había pasado un mes. La vecina nos sonrió con pena, como si ya lo supiera todo.
Pero nada me preparó para su frase:
—¿Divorcio? ¿En serio?
—En serio —respondió sin mirarme—. Estoy harto. Esto lleva años pudriéndose.
**La noche en vela**
Me quedé en el sofá del salón, donde veo mis series. Lola ronroneaba junto a mis pies. Javier se encerró en el dormitorio. Por la mañana, preparé café mecánicamente. Al ver el chumbero ladeado en la ventana, pensé: «Tú también sufres. Hace años que no floreces…».
Intenté hablar con él, pero no pude. En la oficina, entre informes y compañeros jugando al Apalabrados en el ordenador, una idea me taladraba: «¿Soy una lata oxidada en la despensa?».
Llamé a Diego al anochecer:
—Tu padre se va.
Tras un silencio, contestó:
—Mamá, lo notaba. Cuenta conmigo para lo que necesites. No dejes que te pisoteen.
Su voz, serena pero firme, me reconfortó. Mi hijo ya es adulto.
**La suegra**
Al