—”Cómo te echo de menos”, susurró María, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.

—Cómo te echo de menos—susurró Lucía, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.

Sus dedos se detuvieron sobre el viejo álbum de fotos. En la imagen descolorida, Javier sonreía, con el pequeño Adrián subido a sus hombros. Lucía rozó la foto con las yemas de los dedos. Nueve años habían pasado, pero el dolor seguía tan afilado como el primer día.

Fuera, la ventisca azotaba los cristales con furia. Lucía se levantó y se acercó al ventanal, donde un plato con una vela encendida temblaba. El aniversario. En noches como esta, su ausencia pesaba más que nunca.

—Lo estoy consiguiendo, ¿me oyes?—dijo, hablando al vacío—. Adrián ya casi te alcanza en altura. Y Leo… se parece tanto a ti.

En el rincón, la chimenea crepitaba. Lucía se envolvió en una manta raída y se dejó caer en el sillón. La vieja casa de madera crujía bajo el embate del viento.

No se dio cuenta de que se había dormido. Quizás fueron minutos, quizás horas, cuando tres golpes secos en la puerta rompieron el silencio.

Lucía despertó sobresaltada, el corazón martilleándole en el pecho. ¿Quién podía llamar en medio de aquella tormenta? Los vecinos más cercanos estaban a kilómetro y medio.

Los golpes se repitieron—tres toques claros, insistentes.

Avanzó por el pasillo, apoyándose en las paredes. En la penumbra, sus ojos encontraron un cuchillo de cocina sobre la mesa. Lo agarró con fuerza.

—¿Quién es?—su voz tembló.

Silencio. Luego, de nuevo, tres golpes, más firmes.

Lucía apretó el cuchillo contra su muslo y con la otra mano giró el cerrojo. El aire helado entró como un látigo, arrastrando copos de nieve, y en el umbral…

—Luci, soy yo. He vuelto.

Javier. Su Javier. El mismo que había desaparecido nueve años atrás. Barba crecida, ojos cansados, aquella sonrisa conocida.

El cuchillo cayó de sus dedos entumecidos. Lucía tambaleó, agarrándose al marco de la puerta.

—Esto no…—jadeó—. Tú no estás.

—Estoy aquí—dio un paso adelante y la abrazó.

Cálido. Real. Olía a tierra húmeda y frío. Lucía se aferró a su chaqueta, hundió el rostro en su hombro, y las lágrimas brotaron sin control. Las rodillas le fallaron y ambos cayeron al suelo del recibidor.

—¿Cómo?—fue todo lo que pudo articular.

—Sé que no lo entiendes—Javier acarició su pelo—. Pero te lo explicaré. Cerremos la puerta primero. Hace frío.

La ayudó a levantarse. Lucía no lo soltaba, como si temiera que se desvaneciera.

—¿Y los niños?—preguntó él, mirando alrededor.

—Duermen—Lucía no apartaba los ojos de su rostro—. Han crecido.

—Lo sé—sonrió con nostalgia.

—¿Cómo es posible?—tocó su mejilla con dedos temblorosos—. Tú… tú no estabas. Yo lo vi.

—Vamos—tomó su mano—. Tenemos que hablar. El tiempo es corto.

Entraron en la sala. Lucía encendió otra lámpara de aceite. Javier se sentó al borde de la mesa, recorriendo la estancia con la mirada, como si quisiera memorizar cada detalle.

—Has cuidado bien la casa—dijo con cariño.

—¿De qué hablas?—suplicó Lucía—. ¿Dónde has estado? ¿Por qué ahora?

Javier respiró hondo y la miró fijamente.

—Te lo contaré. Siéntate, por favor.

Lucía echó más leña al fuego. Las llamas crecieron, iluminando la habitación con una luz cálida que dibujaba sombras danzantes.

Dudó, como si quisiera retrasar lo inevitable. Luego fue al armario y sacó su taza—la azul, con el borde astillado. Nueve años había permanecido intacta, esperando.

—No pensé que la guardarías—su voz sonó sorprendida al aceptar la taza de té caliente.

Lucía lo observaba ávidamente, sin perder ni un gesto. Su mirada recorría cada rasgo conocido: la arruga entre sus cejas, la cicatriz en la barbilla de niño. Su mano se alzó sola, tocando su muñeca, su hombro, la barba en su mejilla, como si temiera que fuera una ilusión.

—Eres real—musitó con los labios secos. Luego, en un susurro:—Dime… ¿dónde has estado todo este tiempo?

Javier miró el fuego un largo rato antes de hablar.

—Después de… irme, no llegué al lugar al que todos van—dijo—. Me perdí. No alcancé el final.

Bebió un sorbo de té y continuó:

—Primero fue algo así como un espacio oscuro, denso. Como niebla, pero espesa, casi tangible. Vagué allí mucho tiempo, sin saber si estaba vivo o muerto.

Lucía escuchaba conteniendo el aliento. Le apretaba la mano con tanta fuerza que los dedos le empezaban a dormir.

—Luego llegué a un lugar… lo llaman el Limbo. Es como…—vaciló, buscando palabras—. Como una estación sin fin, donde nadie sabe adónde van los trenes. Allí no hay cuerpos, solo sensaciones.

Dejó la taza y la miró a los ojos.

—No te imaginas cuántos hay como yo. Perdidos. Los que no pueden seguir.

—¿Quiénes son?—preguntó Lucía.

—Gente distinta. Un anciano que nunca perdonó a su hermano y murió sin reconciliarse. Una mujer joven que dejó a su hijo en el orfanato—lloraba sin parar. Un chico que murió en una pelea y aún no entiende que ya no está entre los vivos.

Javier pasó una mano por su pelo—un gesto tan familiar que a Lucía se le encogió el corazón.

—Todos quieren algo. Arreglar lo que rompieron, recuperar lo que perdieron. Pero nadie sabe cómo.

—¿Y tú?—Lucía buscó sus ojos—. ¿Qué querías tú?

—Veros una vez más—respondió sencillamente—. Todos estos años solo he recordado.

Tu risa ante mis chistes malos. El olor del pelo de Leo cuando se subía a mis hombros. Las manos de Adrián la primera vez que sostuvo un martillo—igual que yo, con cuidado.

Calló. Fuera, la ventisca rugía, pero para Lucía el mundo se había reducido a esas cuatro paredes.

—Yo vi cómo el árbol te cayó encima—dijo de pronto—. Me llamaron al trabajo. Lo dejé todo y corrí. Atravesé todo el pueblo con el delantal puesto.

Su rostro se contrajo por el dolor del recuerdo.

—No sabes cuánto sufrí después. Me preguntaba por qué tú, por qué nos dejaste cuando más falta hacías.

Se levantó y fue al armario. Sacó del cajón superior un papel gastado.

—¿Ves? Es el recibo del Monte de Piedad. Empeñé mi medalla de plata para comprar comida cuando Adrián se enfermó. No teníamos ni para las medicinas.

Javier se levantó y la abrazó por detrás. Ella sintió su calor y tembló.

—Luci, perdóname.

—¿Por qué?—se volvió—. ¿Por morir? ¿Por dejarnos?

—Por dejarte sola—la apretó contra sí—. Por obligarte a ser fuerte por los dos. Por fingir cada día que todo iba bien cuando por dentro estabas vacía.

Lucía lloró en silencio

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—”Cómo te echo de menos”, susurró María, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.