—”¡Cómo te echo de menos! —susurró María, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.

—Cómo te echo de menos—susurró Lucía, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.

Sus dedos se detuvieron sobre un viejo álbum de fotos. En la imagen descolorida, Javier sonreía, con el pequeño Mateo subido a sus hombros. Lucía rozó suavemente la foto con las yemas de los dedos. Nueve años habían pasado, pero el dolor seguía igual de vivo.

Fuera, la ventisca azotaba los cristales, arrojando copos de nieve contra la ventana. Lucía se levantó y se acercó al alféizar, donde un platillo con una vela encendida temblaba. El aniversario. En noches como esa, su ausencia pesaba el doble.

—Lo estoy llevando bien, ¿sabes?—dijo, hablando al vacío—. Mateo ya casi te alcanza en altura. Y Leo… se te parece tanto.

En la esquina, la estufa crujía. Lucía se envolvió en una vieja manta y se dejó caer en el sillón. La vieja casa de madera gemía bajo los embates del viento.

No se dio cuenta de que se había dormido. Quizás fueron minutos u horas, cuando tres golpes secos en la puerta rompieron el silencio.

Lucía se sobresaltó, despertando de golpe. El corazón le latía como loco. ¿Quién podía llamar en medio de esa tormenta? Los vecinos más cercanos estaban a un kilómetro.

Los golpes se repitieron, más fuertes, como si insistieran.

Avanzó por el pasillo, tanteando las paredes en la oscuridad. Su mirada se posó en un cuchillo de cocina sobre la mesa. Lo agarró y apretó el mango con fuerza.

—¿Quién es?—su voz tembló.

Silencio. Y de nuevo, tres golpes, más urgentes.

Lucía apoyó el cuchillo contra su muslo y giró la cerradura con la otra mano. El aire gélido entró como una ráfaga, junto con un remolino de nieve… y en el umbral…

—Luci, soy yo. He vuelto.

Javier. Su Javier. El mismo que desapareció nueve años atrás. Barba crecida, ojos cansados, esa sonrisa que no había olvidado.

El cuchillo cayó de sus dedos entumecidos. Lucía tambaleó, agarrándose del marco para no caer.

—Esto no puede ser…—jadeó—. Tú ya no…

—Estoy aquí—dio un paso al frente y la abrazó.

Cálido. Real. Olía a tierra y a frío. Lucía se aferró a su chaqueta, hundió el rostro en su hombro y las lágrimas brotaron sin control. Las piernas le flaquearon, y ambos cayeron al suelo del recibidor.

—¿Cómo?—fue lo único que alcanzó a decir.

—Sé que no lo entiendes—Javier acarició su pelo—. Pero te lo explicaré. Cerremos la puerta primero. Hace frío.

La ayudó a levantarse. Lucía no lo soltaba, como si temiera que se desvaneciera.

—¿Los niños?—preguntó él, mirando alrededor.

—Duermen—Lucía no podía apartar la vista de su rostro—. Han crecido.

—Lo sé—sonrió, con una tristeza leve.

—¿Cómo es posible?—tocó su mejilla con dedos temblorosos—. Tú ya no… Yo estuve allí.

—Vamos—tomó su mano—. Tenemos que hablar. No hay mucho tiempo.

Entraron en la sala. Lucía encendió otra lámpara de aceite. Javier se sentó al borde de la mesa, recorriendo la habitación con la mirada, como si quisiera memorizar cada detalle.

—Has cuidado bien la casa—dijo con ternura.

—¿De qué hablas?—suplicó Lucía—. ¿Dónde has estado? ¿Por qué ahora?

Javier respiró hondo y la miró a los ojos.

—Te lo contaré todo. Siéntate, por favor.

Lucía echó más leños a la estufa. Las llamas crecieron, llenando la habitación de una luz cálida y sombras danzantes.

Vaciló, como si intentara retrasar lo inevitable, y luego abrió el viejo armario. Sacó su taza—azul oscuro, con el borde astillado. Nueve años sin tocarla, esperándolo.

—No pensé que la guardarías—su voz sonó sorprendida al aceptar la taza de té caliente.

Lucía lo observaba ávida, temiendo perder el más mínimo gesto. Sus ojos recorrieron cada rasgo familiar: la arruga entre sus cejas, la cicatriz en la barbilla de un viejo accidente. Su mano se alzó para tocarlo—muñeca, hombro, barba—como si dudara de sus sentidos.

—Eres real—susurró con los labios secos. Luego, casi sin voz—: Dime… ¿dónde has estado todo este tiempo?

Javier miró el fuego un largo rato antes de responder.

—Después de irme… no llegué al lugar al que van todos—dijo—. Me perdí. No alcancé mi destino.

Bebió un sorbo y continuó—:

—Al principio era como un espacio oscuro, espeso. Como niebla, pero densa, casi tangible. Anduve perdido, sin saber si estaba vivo o muerto.

Lucía contuvo la respiración. Le apretaba la mano con tanta fuerza que los dedos empezaron a dormirse.

—Luego llegué a un sitio… lo llaman el Limbo. Es como…—vaciló—. Una estación infinita, donde nadie sabe adónde van los trenes. No hay cuerpos, solo sensaciones.

Dejó la taza y la miró fijamente.

—No te imaginas cuántos hay como yo. Perdidos. Los que no pueden seguir.

—¿Quiénes son?—preguntó Lucía.

—Gente diversa. Un anciano que nunca perdonó a su hermano y murió sin reconciliarse. Una mujer que dejó a su bebé en el orfanato y lloraba sin parar. Un chico muerto en una pelea, que aún no entiende que ya no está entre los vivos.

Javier pasó una mano por su pelo—un gesto tan familiar que le partió el corazón a Lucía.

—Todos quieren algo. Arreglar lo que hicieron o recuperar lo que perdieron. Pero nadie sabe cómo.

—¿Y tú?—Lucía lo miró a los ojos—. ¿Qué querías tú?

—Veros una vez más—respondió sencillamente—. Todos estos años, no hice más que recordar. Tu risa con mis chistes malos. El olor del pelo de Leo cuando se subía a mis hombros. Las manos de Mateo, cuando agarró un martillo por primera vez—igual que yo, con cuidado.

Calló. Fuera, la ventisca seguía rugiendo, pero para Lucía, el mundo se había reducido a esa habitación.

—Vi cómo el árbol te cayó encima—dijo de pronto—. Me llamaron al trabajo. Lo dejé todo y corrí. Hasta el pueblo, con el delantal puesto.

Su rostro se contrajo por el dolor del recuerdo.

—No sabes cuánto sufrí después. Me preguntaba por qué tú, por qué nos dejaron solos cuando más lo necesitábamos.

Se levantó y fue al cómoda. Abrió el cajón y sacó un recibo gastado.

—¿Ves? Es del empeño de mi medalla de plata. Para comprar comida cuando Mateo enfermó y no teníamos para medicinas.

Javier se acercó y la abrazó por detrás. Ella sintió su calor y tembló.

—Luci, perdóname.

—¿Por qué?—se volvió—. ¿Por morirte? ¿Por dejarnos?

—Por dejarte sola—la apretó contra él—. Por obligarte a ser fuerte por los dos. Por fingir cada día que todo iba bien, cuando por dentro estabas vacía.

Lucía lloró en

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—”¡Cómo te echo de menos! —susurró María, estremeciéndose al escuchar su propia voz en el silencio de la habitación.