Como si no fuera nada, pero lo significa todo
Inés viajaba en el autobús número 55, que atravesaba la nevada ciudad de Burgos. Se sentó junto a la ventana, apoyó la frente contra el cristal empañado y apretó con fuerza una bolsa de plástico con el logo rojo de un supermercado barato. Dentro llevaba un pequeño pastel llamado «Dulzura». El nombre sonaba a burla: afuera hacía frío, en su corazón solo había silencio y el día parecía gris.
Había cumplido treinta y tres años. Hoy. Ni una llamada. Ni un mensaje de los suyos. En las redes, solo dos promociones, un error de reparto y un feliz cumpleaños de una antigua compañera de clase a la que no veía desde hacía quince años. Un emoji y una tarjeta genérica. Eso era todo. El día pasó como si no fuera con ella, como si perteneciera a otra vida, en otro piso, en otra realidad.
—¿Se baja aquí? —preguntó una señora mayor. Inés asintió y bajó en su parada.
El patio de su infancia seguía igual: colores descascarados, bancos torcidos, un viejo olmo con un hueco donde solían esconderse de las tormentas. Todo le resultaba familiar, pero ya no le pertenecía. Como si el pasado se hubiera quedado y ella fuera una extraña en él.
Su madre vivía en el tercero. Como siempre, no había cerrado la puerta con llave. Simplemente esperaba. Sin llamadas, sin recordatorios.
—Ah, has venido… Mira, traes un pastel —dijo su madre, como si fuera lo único que mereciera atención.
En la cocina olía a patatas y pan recién hecho. Un reloj viejo marcaba el ritmo del tiempo con tictacs sordos, como recordándole que la vida seguía, aunque todo en ella pareciera detenido. Motas de polvo flotaban en la luz del atardecer.
—¿Cómo estás? —preguntó su madre, volviéndose hacia el fregadero.
—Normal —respondió Inés, por costumbre. Luego, tras un silencio, añadió—: Como si no pasara nada.
Comieron en silencio su madre sirvió demasiado, como siempre. Su cariño estaba en la cucharada de más, en el trozo de pan que insistía en compartir, en la mirada que evitaba los ojos. Luego tardó en elegir el cuchillo para cortar el pastel, como si de eso dependiera que algún deseo se cumpliera.
—Feliz cumpleaños, hija —murmuró, casi con timidez.
—Gracias.
—Sigues adelante. Eso es lo importante.
—¿Y hay que hacerlo? —preguntó Inés sin levantar la vista.
Su madre se volvió. La miró como solo pueden hacerlo quienes conocen el dolor y el cansancio. No había reproche en sus ojos, solo comprensión.
—A veces no. Pero aun así lo intentamos.
Después de cenar, Inés salió al balcón. Abajo, niños correteaban, lanzaban un balón, reían y gritaban. En las ventanas de los edificios se asomaban vidas ajenas: alguien cocinaba, otros discutían, otros ponían música. Entre ese bullicio de existencias extrañas, Inés sintió cómo algo dentro de ella se derretía, como si el hielo que cargaba desde hacía años empezara a fundirse, dejando correr gotas cálidas por sus venas.
Por la noche, volvió en autobús a su piso. Doblando la bolsa del pastel, la guardó en el bolsillo. El vehículo olía a chaquetas ajenas, a goma y a calle fría. La gente dormitaba, revisaba el móvil o se abrazaba. El mundo seguía. También sin ella.
En casa reinaba el silencio. Inés se quitó el abrigo, dejó el bolso en el sofá y entonces vio algo en el recibidor. Una pequeña tarjeta de papel, auténtica, no digital. En ella, con letra temblorosa, decía: «Haces más de lo que crees. Estás aquí. Feliz cumpleaños».
No había firma. No reconoció la letra ni el estilo. Pero aun así… Sonrió. Levemente, pero con sinceridad. Como si alguien la hubiera visto, no la fachada, ni la sonrisa educada, ni el informe del trabajo. Sino a ella. A la que cada día seguía adelante sin aplausos.
Y de pronto, fue suficiente. Eso, lo anónimo pero auténtico.
¿Acaso no es eso la vida? No en los fuegos artificiales, ni en cientos de felicitaciones. Sino en ese instante en el que, aunque no lo sepas, alguien te tiende la mano. En silencio. Pero desde el corazón.
Como si no fuera nada. Pero en realidad, lo es todo.