—¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? —gritó mi suegra en el Registro Civil. Ela nunca había querido casarse, pero con solo 19 años se quedó embarazada de un compañero de clase con el que llevaba saliendo tres años. No le quedaba otra opción: no quería que su hijo creciera sin padre. Aunque él era mayor que Ela, seguía siendo inmaduro y muy apegado a su madre. Eso sí, no rehuía la responsabilidad: dijo que se casaría y criaría al niño. Así que comenzaron a organizar la boda. Ela habría sido feliz con una boda sencilla, pero sus familiares insistieron en una celebración por todo lo alto. No entendía por qué debía gastarse una fortuna en agasajar a los invitados, cuando ese dinero podía destinarlo a todo lo necesario para su hijo. Pero nadie la escuchaba. Su suegra y la hermana de ella eligieron restaurante, vestido y lista de invitados. Cuando la mandaron a probarse el vestido, Ela no quería ir. Se imaginaba el modelo: con un millón de volantes y brillos, el gusto no era precisamente el punto fuerte de su madre política ni de su hermana. Al negarse, no tardaron en llamarla desagradecida y se enfadaron muchísimo. Pero a ella le daba igual; ya tenía suficiente con sus propias preocupaciones: la selectividad, los exámenes, los preparativos para la llegada del bebé. Al Registro Civil fue con un vestido blanco sencillo, discreto y bonito. Ahí empezó el auténtico espectáculo. Los familiares de ambos no sabían que Ela había decidido conservar su propio apellido. El novio, sí, y no puso pega alguna. Pero la suegra entró en cólera y gritó para que todos la oyeran: —¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? Ela sonrió y se apartó. Mañana le esperaba la siguiente ronda: la boda en el pueblo de su marido, rodeada de toda la familia política. Tocaba reservar energías. El matrimonio duró solo unos años. Jan resultó ser un mal marido y un peor padre. Cada fin de semana se pasaba las horas frente al ordenador y no hacía caso a su familia. Cuando Ela perdió la paciencia, hizo las maletas y se marchó. Sobra decir que su suegra no encajó bien la noticia. Pero nuestra protagonista respiró aliviada: por fin se sentía libre y, sobre todo, feliz.

¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? gritó mi suegra en el Registro Civil.

Lucía nunca había soñado con casarse. Pero a los 19 años se quedó embarazada de un compañero de clase con el que llevaba saliendo tres años. No tenía muchas opciones; no quería que su hijo creciera sin padre.

Aunque Tomás era unos años mayor que Lucía, resultó bastante inmaduro y muy apegado a su madre. Eso sí, no rehuía la responsabilidad: prometió que se casaría y cuidaría del niño. Empezaron entonces los preparativos de boda.

A Lucía le habría bastado con una pequeña ceremonia, pero la familia insistía en una celebración por todo lo alto. No lograba comprender para qué gastar tanto dinero en los invitados, cuando esa cantidad podía emplearla en todo lo necesario para el bebé. Sin embargo, nadie le hacía caso. Otros eligieron por ella el restaurante, el vestido de novia y la lista de invitados. ¿Quiénes? Su suegra y su hermana.

Cuando le dijeron que tenía que ir a probarse el vestido, no quería ni acercarse. Imaginaba en su cabeza un traje lleno de volantes y lentejuelas; tanto su hermana como la madre de Tomás no eran precisamente conocidas por su buen gusto. Cuando se negó, la calificaron de desagradecida y se enfadaron muchísimo. Pero Lucía no les daba importancia ya tenía suficiente con los exámenes de selectividad y la inminente llegada del bebé.

El día de la boda, fue al Registro Civil vistiendo un sencillo vestido blanco que le sentaba muy bien y con el que se sentía cómoda. Y entonces empezó el espectáculo.

Los familiares de ambos no sabían que Lucía había decidido quedarse con su apellido. Tomás lo sabía y no puso ninguna objeción. Pero su suegra perdió los estribos y, en plena sala, exclamó:
¿Cómo es posible que no quieras cambiarte el apellido?

Lucía sonrió y se apartó. Sabía que al día siguiente tendría que enfrentarse a la fiesta en el pueblo de la familia de Tomás, rodeada de todos sus parientes. Necesitaba ahorrar energías. El matrimonio no duró mucho. Tomás demostró ser un mal marido y peor padre; cada fin de semana se encerraba con el ordenador y se olvidaba de su familia. Cuando a Lucía se le acabó la paciencia, hizo la maleta y se marchó.

Su suegra nunca aceptó lo sucedido. Pero Lucía, por fin, respiró aliviada; sentía que había recuperado su libertad y su felicidad. A veces, no seguir lo que dicta la tradición es el primer paso para encontrarse a una misma y comenzar de nuevo.

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MagistrUm
—¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? —gritó mi suegra en el Registro Civil. Ela nunca había querido casarse, pero con solo 19 años se quedó embarazada de un compañero de clase con el que llevaba saliendo tres años. No le quedaba otra opción: no quería que su hijo creciera sin padre. Aunque él era mayor que Ela, seguía siendo inmaduro y muy apegado a su madre. Eso sí, no rehuía la responsabilidad: dijo que se casaría y criaría al niño. Así que comenzaron a organizar la boda. Ela habría sido feliz con una boda sencilla, pero sus familiares insistieron en una celebración por todo lo alto. No entendía por qué debía gastarse una fortuna en agasajar a los invitados, cuando ese dinero podía destinarlo a todo lo necesario para su hijo. Pero nadie la escuchaba. Su suegra y la hermana de ella eligieron restaurante, vestido y lista de invitados. Cuando la mandaron a probarse el vestido, Ela no quería ir. Se imaginaba el modelo: con un millón de volantes y brillos, el gusto no era precisamente el punto fuerte de su madre política ni de su hermana. Al negarse, no tardaron en llamarla desagradecida y se enfadaron muchísimo. Pero a ella le daba igual; ya tenía suficiente con sus propias preocupaciones: la selectividad, los exámenes, los preparativos para la llegada del bebé. Al Registro Civil fue con un vestido blanco sencillo, discreto y bonito. Ahí empezó el auténtico espectáculo. Los familiares de ambos no sabían que Ela había decidido conservar su propio apellido. El novio, sí, y no puso pega alguna. Pero la suegra entró en cólera y gritó para que todos la oyeran: —¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? Ela sonrió y se apartó. Mañana le esperaba la siguiente ronda: la boda en el pueblo de su marido, rodeada de toda la familia política. Tocaba reservar energías. El matrimonio duró solo unos años. Jan resultó ser un mal marido y un peor padre. Cada fin de semana se pasaba las horas frente al ordenador y no hacía caso a su familia. Cuando Ela perdió la paciencia, hizo las maletas y se marchó. Sobra decir que su suegra no encajó bien la noticia. Pero nuestra protagonista respiró aliviada: por fin se sentía libre y, sobre todo, feliz.