¿Cómo había podido? Mamá había muerto hacía apenas unos meses, y él ya había metido en casa a esa…
Lucía salió corriendo del colegio, agitando alegremente la bolsa con sus zapatos de deporte. La mochila le golpeaba la espalda, pero ni se inmutaba. ¡Hoy iba al teatro con su padre!
Al entrar en el recibidor, supo al instante que su padre no estaba—su abrigo no colgaba del perchero. Su ánimo se desplomó. Pero luego recordó que faltaban más de dos horas para la función. “Papá vendrá, llegaremos a tiempo”, se convenció.
Se desvistió y esperó, mirando el reloj cada dos por tres. Normalmente las manecillas iban despacio, pero hoy parecían correr a propósito, y su padre no aparecía. Iban a llegar tarde. ¿Y si no venía? ¿Si se olvidaba o el trabajo lo retenía? Lucía estaba como en ascuas. La paciencia se le agotaba, y ya sentía un nudo en la garganta cuando, por fin, giró la llave en la cerradura. Se abalanzó al recibidor.
—¡Por fin! —exhaló Lucía—. Te he esperado tanto que casi nos quedamos sin ver la función —le reprochó, todavía resentida por la larga espera.
Su padre se quitó el abrigo con calma, quedándose con su traje gris oscuro, impecable como siempre. Se alisó el pelo con la mano, aunque ya estaba perfecto. Lucía estaba orgullosa de él. Siempre arreglado, bien afeitado, con ese aroma a colonia masculina que nunca cambiaba.
Sus compañeros se quejaban de sus padres: unos demasiado estrictos, otros que bebían. Pero su papá no bebía y casi nunca la regañaba. Y si lo hacía, era con razón, sin gritos ni amenazas. Lucía nunca pidió mucho—con salir con su padre, aunque solo fuera al teatro, era más que feliz.
Lucía se parecía a él: alta, delgada, con una nariz recta y ojos grises. Ojalá hubiera heredado la sonrisa, los rasgos dulces y el pelo rubio de su madre. Pero su padre le parecía perfecto, un auténtico galán, aunque ella no se viera igual. Él la llamaba princesa, muñequita. ¿Acaso llamaban así a las niñas feas?
—¿No vamos al teatro? —preguntó Lucía, desanimada, al ver que su padre se quedaba en casa y el tiempo se escapaba.
—Vamos. Solo me tomaré un té, ¿vale? Llegaremos.
—Vale —aceptó ella, yéndose a la cocina.
Su padre entró y se dejó caer pesadamente en una silla. Parecía agotado, absorto en sus pensamientos.
—Ve a vestirte —le dijo.
Lucía salió disparada a su habitación. Ya sabía qué vestido ponerse. Se quitó el uniforme, sacó un vestido verde de fiesta del armario, se arregló el pelo revuelto y se pirueteó frente al espejo.
—¿Lista? —Su padre asomó la cabeza por la puerta.
—¡Sí!
El coche olía a cuero, ambientador y algo más, familiar pero indefinible. Lucía miró por la ventana, convencida de que toda Madrid compartía su alegría.
Cada vez que entraba en el teatro, Lucía se quedaba boquiabierta. Observaba las lámparas brillantes, su reflejo en los espejos, la alfombra roja que cubría la gran escalera al segundo piso. Subir por ella la hacía sentir como si fuera a una audiencia con la reina, nada menos.
En el vestíbulo, las parejas paseaban, hablando en voz baja. La alfombra amortiguaba sus pasos. El murmullo constante, como hojas secas al viento, le parecía mágico, emocionante. Un presagio de que algo maravilloso estaba por ocurrir.
Ella y su padre también dieron una vuelta, admirando los retratos de los actores que habían pasado por aquel escenario. Lucía los había visto mil veces, pero siempre soltaba un “¡ah!” al reconocer una cara o un nombre famoso. Sonó el primer timbre y tiró de su padre hacia la sala.
—¿Adónde vas con tanta prisa? Es solo el primer aviso —intentó frenarla.
Pero Lucía quería estar dentro ya, sentarse en su butaca de terciopelo y esperar a que la gran lámpara se apagara lentamente. Podía pasarse horas mirándola, aunque le doliera el cuello de tanto mirar hacia arriba.
—Aquí siempre huele tan bien —comentó.
—A polvo y maquillaje —frunció el nariz su padre.
—Pues a mí me encanta —insistió ella.
El teatro se llenó poco a poco. Sonó el segundo timbre. Y con el tercero, la lámpara de cristal empezó a apagarse. El murmullo cesó. El pesado telón bordado en oro se abrió con un suave crujido, revelando el escenario. Lucía contuvo la respiración…
En el intermedio, su padre fue al bar y ella al baño. Luego lo buscó por todas partes. No estaba en el bar ni en la sala. Al final lo vio junto a las puertas del balcón. No estaba solo: una mujer joven, demasiado maquillada y vestida de noche, estaba con él. Casi se tocaban, cabizbajos, hablando en voz baja.
Lucía sintió un puñal en el pecho. ¿Por esa mujer la había abandonado?
—¡Papá! —lo llamó.
Él se separó de un salto y se volvió.
—Te he perdido. Va a empezar el segundo acto —dijo con voz chillona.
Quiso preguntar por el zumo y los pasteles prometidos, pero ya estaba claro: al bar no había ido.
—¿Quién era? —preguntó camino a la sala.
—Una compañera del trabajo. Nos cruzamos por casualidad —respondió con una excusa tan obvia que a Lucía le ardieron las mejillas. “Sí, claro, compañera”, pensó.
Con el tercer timbre, la lámpara se apagó de nuevo. Y Lucía olvidó a la mujer, a su padre susurrándole, a todo.
De vuelta a casa, discutieron sobre la obra. Su padre decía que los actores no habían estado bien; ella insistía en que habían sido increíbles, tan reales que hasta le saltaron las lágrimas. Él asentía con condescendencia.
—¿Qué tal la obra? —preguntó su madre al llegar.
—Genial. ¿Por qué no viniste?
Lucía notó cómo su madre y su padre cruzaron una mirada rápida. Su madre parecía pálida, triste. Pero al empezar a hablar de la función, Lucía se olvidó de todo.
Años después, recordaría ese día como la última vez que fue al teatro con su padre. Resultó que su madre estaba en el hospital, y el diagnóstico era terrible. Lo supo mucho después. Desde entonces, su madre casi no sonreía. Incluso en sus mejores días, sus ojos guardaban dolor. Pasaba más tiempo ingresada, apagándose poco a poco.
Lucía aprendió a cocinar y limpiar, siempre bajo las indicaciones de su madre.
—Papá, ¿mamá no se va a morir, verdad? —preguntó una vez.
—Ojalá que no. No pienses en eso —respondió él.
Pero Lucía no podía evitarlo.
Su madre murió año y medio después. Lucía, de dieciséis años, entró en su habitación antes del colegio y lo supo al instante.
Sabía que iba a pasar, pero aún así le destrozó. No entendía cómo su padre podía parecer tan sereno. ¿Es que no sufría? ¿Cómo podía?
A ella le costó salir del pozo. El dolor se hizo más leve con el tiempo, aunque a veces volvía como una ola.
Vivieron solo ellos dos… hasta que un día su padre llegó del trabajo acompañado. Una mujer joven, maquillada, guapa. Su rostro le resultLucía cerró los ojos, respiró hondo y, por primera vez en años, dejó que el perdón empezara a abrirse camino en su corazón.