**Diario de un padre**
¿Cómo había podido hacerlo? Mamá había fallecido solo unos meses atrás, y él ya traía a esa mujer a casa…
Carmen salió corriendo del colegio, agitando alegremente la bolsa con los zapatos de cambio. La mochila le golpeaba la espalda, pero ella no le daba importancia. ¡Hoy iban al teatro con papá!
Entró como un torbellino en el recibidor y supo al instante que él no estaba: su abrigo no colgaba del perchero. El ánimo se le vino abajo. Pero luego pensó que aún faltaban más de dos horas para la función. “Papá llegará, seguro que llegaremos a tiempo”, se convenció.
Se quitó el abrigo y empezó a esperar, mirando el reloj una y otra vez. Normalmente las horas pasaban lentas, pero hoy las manecillas corrían como si quisieran fastidiarla, y papá no aparecía. “Vamos a llegar tarde”, pensó. ¿Y si se había olvidado? ¿O el trabajo lo retenía? Carmen se mordía las uñas, al borde del llanto, hasta que la llave giró en la cerradura. Saltó del sillón como un resorte.
—¡Por fin! —suspiró—. Llevo esperando una eternidad, casi llegamos tarde —regañó, todavía con el rostro tenso por la angustia.
Su padre se quitó el abrigo con calma, dejando ver su traje gris oscuro, impecable. Se pasó la mano por el pelo, aunque ya estaba perfecto. A Carmen le encantaba su padre. Siempre elegante, rasurado, oliendo a esa misma colonia de siempre.
Sus compañeras del colegio se quejaban de sus padres: unos eran demasiado estrictos, otros bebían. Pero el suyo no bebía ni la reñía sin motivo. Y cuando lo hacía, era con razón, sin gritos. Carmen nunca pidió mucho; ir a algún sitio con él, como al teatro, era su mayor felicidad.
Se parecía a él: alta, delgada, con esa nariz recta y ojos grises. Ojalá hubiera heredado la sonrisa dulce y el pelo rubio de mamá. Pero su padre era perfecto para ella, aunque ella no se considerara bonita. Él sí la llamaba princesa, muñequita… ¿Acaso llaman así a las feas?
—¿No vamos al teatro? —preguntó decepcionada al ver que él se quedaba quieto, sabiendo que el tiempo se les escapaba.
—Vamos. Solo quiero un café, ¿vale? Llegaremos.
—Vale —dijo Carmen, yéndose a la cocina.
Él entró, se sentó pesadamente. Parecía cansado, pensativo.
—Ve a cambiarte —indicó.
Ella corrió a su habitación. Ya sabía qué vestido ponerse: el verde. Se quitó el uniforme, se arregló el pelo y se miró en el espejo.
—¿Lista? —asomó él por la puerta.
—¡Sí!
El coche olía a cuero, a ambientador y a algo más, familiar pero indescriptible. Carmen miraba por la ventana, como si toda Sevilla compartiera su alegría.
Cada vez que entraba al teatro, se le helaba la sangre. Observaba las lámparas de cristal, su reflejo en los espejos, la alfombra roja de la escalera. Subirla la hacía sentirse invitada a palacio.
En el vestíbulo, las parejas paseaban en murmullos. La alfombra ahogaba los pasos. Aquel rumor, como hojas secas, le producía un escalofrío maravilloso.
Ella y su padre recorrieron la sala, admirando los retratos de actores famosos. Aunque ya los conocía, cada nombre le hacía ilusión. Sonó el primer timbre y tiró de su padre hacia la sala.
—No corras, aún es pronto —dijo él.
Pero ella quería sentarse en el terciopelo rojo, esperar a que la gran lámpara se apagara.
—Huele muy bien aquí —comentó.
—A polvo y maquillaje —frunció él el ceño.
—A mí me gusta —insistió.
El teatro se llenó. Con el tercer timbre, la lámpara se apagó. El telón, bordado en oro, se abrió. Carmen contuvo la respiración.
En el intermedio, su padre fue al bar y ella al baño. Al regresar, no lo encontró. Hasta que lo vio en el balcón, con una mujer joven, demasiado maquillada, en un vestido largo. Estaban muy cerca, casi rozándose.
Carmen sintió un puño en el estómago.
—¡Papá! —llamó.
Él se separó de un salto.
—Te perdí. Va a empezar el segundo acto —dijo con voz aguda.
—¿Quién era? —preguntó camino a la sala.
—Una compañera del trabajo. Nos topamos por casualidad.
Carmen no se lo creyó.
La función la distrajo, pero al salir volvió a acordarse. En el coche, discutieron. Él decía que los actores no habían estado bien; ella, que eran realistas.
—¿Qué tal la obra? —preguntó mamá al llegar.
—Genial. ¿Por qué no viniste?
Carmen notó la mirada rápida entre sus padres. Mamá estaba pálida, triste. Pero al hablar del teatro, lo olvidó todo.
Años después, recordaría ese día como la última salida con su padre. Mamá estaba enferma, aunque ella no lo supo hasta mucho después. Dejó de sonreír, llena de dolor. Empezó a estar en el hospital, decayendo.
Carmen cocinaba y limpiaba, guiada por mamá.
—Papá, ¿mamá no se va a morir, verdad? —preguntó una vez.
—Ojalá que no. No pienses en eso.
Pero ella no podía evitarlo.
Mamá murió al año y medio. Carmen la encontró una mañana, antes del colegio. Tenía dieciséis años, sabía que era inevitable, pero el golpe fue igual de duro.
Se sorprendía de lo tranquilo que parecía su padre. ¿No le dolía?
A ella le costó salir del duelo. Con el tiempo, el dolor se hizo menos agudo.
Vivieron solos un tiempo. Hasta que un día él llegó con una mujer joven, demasiado maquillada. Le sonaba, pero no sabía de dónde.
—Esta es mi hija, Carmen. Y ella es Valeria… —titubeó, como si buscara palabras.
—Mucho gusto —sonrió la mujer.
—A mí no —contestó Carmen, y se encerró en su cuarto.
Lloró hasta quedarse sin aire. ¿Cómo podía? Mamá acababa de morir. Oía sus risas en la cocina, imaginaba besos. Quería gritarles, pero solo apretó los puños.
—¿Qué escena fue esa? —le reclamó su padre después.
—¿Tú qué? ¿Traes a tu amante aquí?
—No es mi amante. Nos casaremos. Ya eres mayor, deberías entenderlo. Un hombre no puede estar solo. La vida sigue.
—¿Y tú me entiendes a mí? —su voz se quebró.
A las dos semanas, se casaron. Valeria se mudó. Carmen la ignoraba, incluso evitaba salir de su cuarto cuando ella estaba.
Un día, Valeria entró sin pedir permiso.
—No te he llamado —dijo Carmen, fría.
—No te gusto, ¿verdad? Pues da igual. Soy tu madrastra y me quedo. Será mejor si nos llevamos bien.
Carmen siguió leyendo, sin mirarla.
—Bueno. Guerra, pues —dijo Valeria, y se fue.
Al volver del colegio, Carmen descubrió que la ropa de mamá había desaparecido. Estalló.
—¿Dejaste que tirara las cosas de mamá? ¡¿Cómo pudiste?!
—¿Querías guardarlas para siempre? No caben ya. Y Valeria es mi esposa…
—Carmen miró a su padre, ya anciano y enfermo, y sintió que, a pesar de todo, el amor que una vez los unió seguía allí, enterrado bajo capas de dolor y tiempo, pero nunca del perdón.