Ay, Anita, esta chica… En todo Valdeperales se preguntaban por qué la vida amorosa le sonreía tan poco. Buena chica, ¿eh? Lista, guapa, con un buen puesto como veterinaria en la granja importante de “Los Olivos”. Lo suyo es que no era de allí. Y, sin querer criticar, Anita no pintaba como las otras del pueblo.
“Ojalá bajara un poquito la cerviz, mira tú si hasta un hombre aparecería en casa. Claro, buenos como un tesoro, pero al menos la casa olería a varón”, soltó Elena García, arrancando la tertulia entre las abuelas sentadas en los tronquitos al atardecer. Ella siempre empezaba a darle al repaso de los paisanos. En el pueblo, las novedades las oía antes de que pasaran.
Pero siempre tenía contrincante: Carmen López. Amigas desde mocitas y peleando desde entonces. Si Carmen decía blanco, Elena juraba que era negro.
Todas miraron a Carmen, esperando la réplica. No se hizo de rogar.
“Pero qué dices ahora, cielo santo. ¿Para qué querer la casa oliendo a calcetines sudados? ¡Bah! Nena, sin hombres estamos mejor. ¡Prefiero mil veces estar sola manteniendo mi punto!”
Elena se puso colorada.
“¡Pero qué soltáis por esa boca! ¡La mujer tiene que vivir con hombre! ¡Que haya hombre en casa!”
Carmen no aflojó:
“¿Y pa’ qué, dime? Lo has dicho tú: solo quedan desperdicios. ¿Para qué sirven? ¿Pa’ cuidarlos como niños?”
Elena saltó de su tronco:
“¡Qué cabeza la tuya! ¿Y los niños? ¿Se los trae la cigüeña?”
“¡Qué cabeza la tuya, mujer! ¿Tener un niño y luego cargar toda la vida con un llamado hombre? Mejor voy a la capital, busco a uno decente y guapo, y… ¡zas! De eso sale el niño. ¿O es mejor criar un zángano turulato toda la vida? ¡Víveres propios y a vivir!”
Las viejas se quedaron tiesas. Las broncas más furiosas siempre eran por estas cosas. Una vez estuvieron un mes sin hablar. Ni salían a los troncos. Un aburrimiento total. Es que Elena tenía un solo marido, que enterró hace veinte años, pero Carmen tuvo tres… Y ahora el albañil Vicente andaba detrás de ella, queriendo juntar hogares. Carmen frisa los setenta, el tal Vicente pasa de ochenta, y tan ricos.
Por eso sus ideas chocaban tanto.
Ahora casi se arma la gorda, de no ser porque apareció la protagonista.
“¡Hola, chicas!”
Anita se paró sonriendo frente a ellas.
“¡Anita! ¿Has venido del pueblo grande?”
“De la capital, Carmen. Ah, lo de las pipetas antipulgas: si alguien tiene gato rascándose, paso a echarle una gotita”.
“¡Ay hija, que las pulgas pa’ los gatos son naturales!”, protestó Elena García.
“Pero qué dice usted… Hoy en día con solo una gota, seis meses sin echar al minino de la cama”.
Carmen López entró al quite. Miró a Elena con desdén:
“Anita, cielo, pásate por mí. Yo, al contrario que algunas que viven en tiempos de Mari Castaña, sé lo bueno que es esto. Y no hagas caso, que algunas seguro se lavan todavía con ceniza”.
Carmen empezó a reírse floja. Elena estaba que echaba chispas de rabia.
Anita sonrió. En seis años en Valdeperales aprendió que aquí la vida privada… es pública. Al principio se molestaba, pero luego entendió: si hablan de ti, existes. Molesta es cuando ni se gastan.
***
Anita llegó aquí siguiendo el corazón. Urbanita pura, siempre soñó con el campo, curar caballos, vacas… todas las bestias. Decía que los animales son lo más leal y bueno, solo que no hablan de lo que les duele.
Cuando vio el anuncio de veterinario para la nueva granja, y con casita incluida… ¡ni lo dudó! Llamó, vino y se plantó. Arregló la casa en dos meses. Hubo que pedirle unos euros a sus padres, pero le pagaban bien y pronto devolvió.
Los padres vinieron, dijeron que estaba muy bonito… y luego le insistieron en volver.
“Anita, corazón, aquí no hay vida. Ni cine, ni fútbol… Ni una sola farola por la noche”, lamentó su madre.
Su padre ponía mala cara. Aunque si la madre dijera que era bonito, él diría lo mismo.
Anita solo reía:
“¡Ya verán! ¡Hasta un cochinito voy a tener! Pa’ darles carne fresca”.
Ellos solo movían la cabeza, confusos.
***
Anita cumplió. Tenía cochino, gallinas… pavos. Sus padres, al ver que no había vuelta atrás, se rindieron y disfrutaron viniendo al pueblo.
Pero algo entristecía a Anita. Como toda mujer, quería casarse. Bueno, luego entendió que no quería… sino que tocaba. Pero tener un niño, con treinta y dos años… pues sí apetecía. Su madre siempre sacaba el tema.
“¡En la capital seguro ya serías casada!”
Así que Anita decidió casarse. Solo faltaba lo mínimo: encontrar novio.
Primero buscó entre los de aquí. Por ejemplo Rafa el tractorista. Llevaba un año mirándola. ¿Por qué no? Sano, guapo. Una vez ella le devolvió la mirada… ¡y esa tarde Rafa tocaba en su puerta! Anita ya era mayor, ¿para qué perder tiempo? Puso la mesa, bebieron aguardiente casero. Cuando se acabó, Anita empezó a recoger y Rafa se quedó de piedra.
“Eh, espera. Ni nos hemos sentado bien. ¿No queda más?”
“Ya no. ¿Y tú por qué no pasaste por el ultramarinos? Habrías traído champán y bombones… como se debe”.
“Es que mi madre no me dio perras. Dijo que son gastos tontos”.
Y Anita explotó de risa como nunca. Rafa salió disparado y nunca más apareció. En el pueblo se habló un par de días del fiasco y se olvidó.
Luego v
Y al día siguiente, con el primer canto del gallo, Anita abrazó a su cochinito entre carcajadas pensando que algunos pretendientes solo traen locura… igual que su pequeño rebelde feliz entre las verduras del huerto.