Mi marido y yo nunca hemos conocido el lujo. La vida es un mosaico de calles estrechas y facturas que nunca acaban. Vivimos en un pequeño piso en el extrarradio de Madrid, y los días se suceden con esa lógica extraña con la que ocurren los sueños, donde los sueldos parecen desvanecerse como humo mientras intentamos criar a nuestra hija, Carmen, que tiene cuatro años y unos ojos grandes llenos de preguntas. En estos tiempos, hasta un bocadillo de jamón parece un lujo, y vestir a una niña es un desafío que roza lo imposible.
Todo se volvió aún más confuso cuando mi marido, Javier, empezó a mandar parte de nuestro escaso sueldo en euros a su madre, Pilar, que vive sola en Lavapiés. Nosotros íbamos justos, y aun así cada mes desaparecían billetes que nunca volvían a ver la luz en casa. Pilar, con salud de hierro, siempre se excusa con achaques invisibles y se niega a cuidar de Carmen cuando se lo pido, como si las fuerzas solo le sirvieran para desayunar tostadas con tomate en la terraza mientras me mira por encima de las gafas.
Un jueves cualquiera, con el cielo de Madrid espeso y amarillo como un melocotón pasado, me entero de que Pilar no solo no está enferma, sino que se ha ido de vacaciones a Mallorca. Fue el propio Javier quien me lo contó, pero más como si me avisara de la llegada de cirros al atardecer: por cierto, que tendrías que ir hasta su piso a regar las plantas mientras ella no está. Sentí que la ciudad entera y sus aceras de granito se burlaban de mí, porque, en vez de perder el tiempo con sus macetas, podría estar buscando algún pequeño trabajo, quizá pegando carteles para la verbena de San Isidro. Todo resultaba absurdo y fantástico como en un sueño de Dalí.
La extrañeza aumentó cuando comencé a ver a Pilar con bolsos de diseño y vestidos de seda comprados en la Gran Vía, adornos caros y hasta un reloj que parecía de esas vitrinas que jamás puedes tocar. Javier siempre se quejaba de lo mucho que le costaba mantener el piso de su madre, pero la veía cada vez más elegante, paseando entre los soportales, con un aire de reina sin corona. Pensé si acaso había encontrado a un tío rico misterioso dispuesto a mimarla.
Una noche, desperté a medias por el tintineo de una bolsa. Javier siempre llevaba consigo una mochila que parecía tan pesada como los remordimientos. Mientras se duchaba, miré dentro con esa curiosidad onírica de los sueños en los que puedes volar o respirar bajo el agua. Descubrí portátiles, cables y herramientas. Y ahí, un ordenador que reconocí enseguida: pertenecía a mi amiga Lucía.
Al día siguiente, me lo confirmó. Javier aprovecha las noches para reparar cacharros informáticos. Así saca unos euros extras, euros que, según confesó entre dientes, van todos destinados a Pilar.
Entonces, mientras Carmen y yo usamos calcetines remendados y repetimos vestidos una y otra vez, ¿tú te dedicas a financiar vacaciones y caprichos en boutiques para tu madre? le dije.
El dinero es mío, lo gasto donde me parece contestó Javier, con esa seguridad extraña de los sueños donde las respuestas nunca tienen sentido.
Sin discutir más, le animé a marcharse. Si tanto quería cuidar de su madre, que fuese a vivir con ella y la ciudad siguió girando, circular y absurda, como si yo siguiera soñando. ¿No era eso lo más justo?







