**5 de octubre, 2024**
Hace cinco meses llegó el milagro que tanto esperábamos: nuestro hijo Daniel vino al mundo. Para mí y para mi esposo Javier, fue uno de los días más felices de nuestra vida. Lo preparamos todo: leímos libros, vimos vídeos, y aunque los primeros días fueron duros, nos las arreglamos solos. Javier me ayudaba en todo: se levantaba por las noches, lavaba los biberones, mecía al niño. Éramos un equipo perfecto.
Hasta que llegó ella.
Hace dos meses, mi suegra, Doña Carmen López, apareció en nuestra casa para *ayudar*. Sin avisar. Sin invitación. Con sus maletas y aire de salvadora, como si viniera a rescatarnos del desastre.
*—Me quedo con vosotros un tiempo indefinido—* anunció en la puerta con voz de general.
Al principio, pensé: *Bueno, quizá sea un alivio.* Pero me equivoqué. La vida se convirtió en una rueda de críticas, control y metomentismo. Ningún momento de paz. Cada cosa que hacía venía con un comentario:
*—¿Y eso le pones? Se va a resfriar.*
*—¿Otra vez se te olvidó darle el agua de anís?*
*—En mis tiempos, los niños se criaban de otra forma, por eso los de ahora son tan blanditos.*
Intenté soltarlo sutilmente: que tenía su casa en Sevilla, su marido, sus cosas… Pero Doña Carmen era sorda a las indirectas.
*—¡Manuel se apañará solo! ¡Vosotros me necesitáis más!* decía riendo, mientras servía su té y repartía órdenes.
Primero aguanté. Después me enfadé. Lloré por las noches. Y al final entendí: no se iría por las buenas. Así que decidí actuar.
Una mañana, me acerqué con mi mejor sonrisa:
*—Doña Carmen, he pensado… Volveré al trabajo. Media jornada. Como usted está aquí, podría cuidar a Dani esas horas, ¿no? Solo seis al día…*
La sonrisa se le borró al instante.
*—¿Yo sola? ¿Con un bebé?—* preguntó, palideciendo.
*—Pues claro. Usted misma dice que quiere ayudar. ¡Es la oportunidad perfecta! Además, así gano algo para el piso, que Javier dice que hay que arreglar el baño.*
Cuando mi marido llegó, como esperaba, mi suegra se lanzó a quejarse. Pero Javier—¡bendito sea!—me apoyó.
*—Mamá, es buena idea. Marta necesita aire. Tú querías ayudar, ¿no? Confiamos en ti.*
Doña Carmen se quedó sin palabras.
Al día siguiente, *fui al trabajo*. En realidad, me escapaba al café con mi amiga Laura, al parque o de tiendas. Pero volvía cada tarde con cara de cansancio y un *—Gracias, Doña Carmen, sin usted no podría—*.
Y me aseguraba de que no se relajara. ¿No había hecho la cena? *—No pasa nada, yo lo hago… pero mañana, si quiere, podría preparar usted algo. Total, está en casa todo el día—*. Los fines de semana, Javier y yo *salíamos*: al cine, a tomar tapas, a pasear. Mientras, Doña Carmen se quedaba con Dani, los pañales, los cólicos y los biberones.
Pasó una semana. Luego otra.
Y una noche, mi suegra soltó el bombo:
*—Chiquillos, lo siento, pero Manuel no puede solo. La casa está hecha un desastre. Me vuelvo a Sevilla.*
*—¿Tan pronto?—* dije, fingiendo tristeza. *—Contábamos con usted… Pero si es necesario…—*
En dos días, recogió sus cosas y se fue. Y yo… respiré.
La casa volvió a ser nuestro refugio. Recuperé a mi hijo, a mis rutinas. Javier y yo volvimos a ser familia, no rehenes de una *ayuda* impuesta. ¿Y saben qué? No me pesa ni un poco mi *plan maquiavélico*. Porque a veces, una mujer debe defender no solo su felicidad, sino su paz.
**Moraleja:** La astucia bien aplicada en familia vale más que cien discursos. Y en Sevilla, hasta la suegra más tozuda tiene su punto débil.