A veces se cree que la familia es sinónimo de alegría. Que si aparecen con un pastel, los niños y sonrisas, estás obligada a preparar la mesa, dejar tus asuntos y hacer de anfitriona perfecta. Si no lo haces, eres una desagradecida, maleducada y no sabes mantener relaciones. Pero nadie piensa en la insolencia, el descaro y el puro interés que suele esconderse tras esa falsa cercanía familiar.
Esta historia me ocurrió a mí, Verónica, cuando acabábamos de mudarnos con mi marido a Bilbao y estábamos empezando a construir nuestra vida.
Alquilamos un piso acogedor en un barrio residencial, estábamos ocupados con el trabajo, organizando la casa, y en general evitábamos compromisos innecesarios. No me gustaban las reuniones bulliciosas, y menos aún las comidas familiares con montañas de comida y niños gritando. Pero siempre hay alguien que cree que tu casa es su segunda residencia y tú, su servicio gratuito.
En este caso fue Alba, la hermana de mi marido. Al principio todo era encantador: venía con su pareja y los niños “a tomar un café”, traía magdalenas compradas por el camino y, en general, se comportaba bien. Pero pronto todo cambió. Empezó a aparecer cada vez más seguido, y siempre sin avisar.
—¡Hola! ¿No te importa que pasemos hoy? Pues prepara algo, que llegamos en una hora —esa llamada se volvió habitual. Preguntaba por compromiso, pero no esperaba respuesta. Los “no” no existían. Aunque le dijera que estaba enferma, ocupada o simplemente quería descansar, lo ignoraba.
Y no es que viniera sola. No. Su pareja, tres niños ruidosos, a veces hasta su perro. Ni una manzana, ni un cartón de zumo. Se quedaban hasta tarde, devoraban todo lo que había en la nevera y se iban, dejando atrás una pila de platos sucios y mi paciencia hecha trizas.
Empecé a odiar las fiestas. Cumpleaños, Navidad, cualquier fin de semana se convirtió en un suplicio. Cocinar, sonreír, aguantar; después fregar hasta las dos de la madrugada y al día siguiente, al trabajo. Mi marido callaba. Odia los conflictos y pensaba que “es mi hermana, hay que aguantar”.
Hasta que un día me harté. Entendí que si no le ponía freno, sería peor. Llamé a Alba y le solté:
—Alba, hoy venimos a tu casa. Prepara la mesa y haz mucho, que además quiero llevarme algo. Y, por favor, que haya dulce para los niños, que vienen con hambre.
—Eh… bueno… ¿otro día? —titubeó.
—Ya vamos. Llegamos en veinte minutos —corté y colgué.
Mi marido, al enterarse, montó en cólera y se negó a participar en mi “provocación”. No insistí. Me llevé a mi amiga Lucía —encantada con la idea— y además trajimos a sus dos hijos. Fuimos decididas hacia su casa.
Vi una silueta tras la cortina. Estaba ahí, mirando desde la ventana. Pero no abrieron. Ni al tocar, ni al llamar. La tul se agitó y quedó inmóvil. Sonreí.
Lucía y yo fuimos a una cafetería. Pedimos pasta, postre y un vino. Nos reímos. Los niños alborotaban, pero por fin sentí paz. Había recuperado mi casa, mis límites y el derecho a decidir quién entra en mi vida.
Desde entonces, Alba dejó de llamar. Dejó de aparecer. Ni en fiestas ni sin motivo. Mi marido se molestó, pero luego lo aceptó. Y yo… respiré al fin.
Sabes, no siempre hay que ser buena. A veces, para salvarte, hay que poner punto final. O, al menos, aprender a cerrar la puerta a quien nunca llama, sino que entra a empujones.
Creo que hice lo correcto. ¿Tú qué opinas?