**Cómo logré que mi suegra dejara de venir sin avisar: la venganza que nunca esperó**
Al principio, cuando me casé con Javier, creí que lo peor había pasado: la boda, la mudanza, adaptarme a una nueva vida. Pero jamás imaginé que lo más difícil de nuestro matrimonio no serían las facturas ni las discusiones, sino su madre: **Valentina Serrano**. Una mujer convencida de que su deber era recordarnos cada día que ella era la persona más importante en la vida de su hijo.
Al principio, parecía inofensivo. Venía a nuestro piso en **Valencia** “solo un momento”, a traernos paella, contarnos cómo había dormido mal o dejarnos unos buñuelos caseros. Pero ese “momento” duraba horas, y las visitas, que empezaron siendo esporádicas, en poco tiempo se convirtieron en una costumbre diaria. Cada vez que sonaba el timbre, sabía que la paz se acababa: Valentina había llegado para fiscalizar hasta mi manera de respirar.
Nunca me insultaba directamente. Al contrario, me llenaba de halagos, pero con una insistencia que sonaba a burla. *”¡Qué bien cocina Lucía! ¡Una nuera de ensueño!”*, soltaba delante de los invitados, solo para rematar con: *”Claro, mi paella siempre fue más sabrosa… pero bueno, ya aprenderá”*.
Lo que me volvía loca no era eso. Era que aparecía **sin avisar**. Se levantaba por la mañana, tomaba el autobús, recorría media ciudad y, de pronto, estaba en nuestro portal. A menudo, cuando teníamos visitas. Entonces, empezaba su espectáculo: se agarraba el pecho, lamentándose de que no le había servido café, o criticaba el color de las toallas del baño. Todo, delante de mis amigas o mis padres.
Pero lo peor pasó una tarde, cuando llegué del trabajo y la encontré sacando mi ropa interior del armario, explicándome con toda tranquilidad *”cómo se lava correctamente”*. Sentí una vergüenza que ni en la adolescencia había conocido. Quería desaparecer. Pero me callé; Javier me prohibía discutir con ella. *”Es su manera de querernos”*, decía.
*”¡Si solo quiere ayudar!”* —insistía él—. *”Mamá siempre habla bien de ti. ¿Cómo vas a enfadarte?”*
*”¿Bien? ¡Tú solo oyes la mitad! No ves cómo actúa cuando no estás”*.
Llevábamos solo un año casados, y ya me sentía diez años más vieja. Discusiones, cansancio, rabia. Amaba a mi marido, así que ni siquiera pensaba en divorciarme. Pero no podía seguir aguantando.
Hasta que ocurrió un milagro: Valentina se enamoró. A sus sesenta años, conoció a un viudo y empezó a salir con él. Por fin, nuestra casa volvió a ser nuestra. Me daba hasta vergüenza admitir lo feliz que me sentía. Pero la tregua duró poco.
Un día anunció que se casaba. Fue una mezcla de alivio y resentimiento: ella recomponía su vida, mientras yo seguía pisando huevos en mi propia casa. Entonces, se me ocurrió una idea: si a ella le gustaba aparecer sin avisar, yo le devolvería el mismo trato.
Llegó el día. Su prometido estaba en su casa. Llamé a la puerta, y antes de que pudiera reaccionar, entré como si fuera mi segundo hogar.
*”¡Hola, Valentina! ¡Qué acogedor tiene usted todo! Esas cortinas son preciosas. ¿Dónde las compró? Y el suelo… ¡brilla tanto que casi me deslumbro!”* —dije con una sonrisa falsa, recorriendo cada habitación.
Imité su comportamiento: entré en su dormitorio sin tocar, olfateé los guisos de la cocina, arreglé los cojines del sofá… Y, por supuesto, en frente de su novio, solté:
*”¡Debería invitarme más! ¡Usted sabe que la adoro!”*
Vi cómo le temblaba el párpado, la ira acumulándose en su pecho. Su prometido me miraba confundido, pero seguí con mi actuación. Me quedé hasta la noche, imperturbable. Me fui como una reina, dejando tras de mí un rastro de caos.
Desde entonces, Valentina jamás volvió a aparecer sin avisar. Javier no entendía por qué su madre rechazaba incluso sus invitaciones. Yo solo me encogí de hombros:
*”Quizá se cansó. O entendió que tenemos nuestra propia vida”*.
A veces, para que te escuchen, basta con darles una probadita de su propia medicina. Así descubren lo amargo que sabe al otro lado.