A veces la gente piensa que la familia es sinónimo de alegría. Que si alguien aparece con un pastel, niños y sonrisas, estás obligada a poner la mesa, dejar tus planes y fingir que eres la anfitriona perfecta. Y si no lo haces, eres una malagradecida, grosera y, en definitiva, no sabes relacionarte. Pero nadie piensa que detrás de esa falsa cercanía familiar suele esconderse puro atrevimiento, desfachatez y ganas de aprovecharse sin disimulo.
Esta historia me pasó a mí, a Verónica, cuando mi marido y yo acabábamos de mudarnos a Madrid y empezábamos a organizar nuestra vida.
Alquilamos un pisito acogedor en un barrio residencial, estábamos centrados en el trabajo, en amueblar la casa y, en general, intentábamos evitar compromisos sociales innecesarios. No me gustaban las fiestas ruidosas, y menos aún las comidas familiares con diez platos y niños gritando. Pero siempre hay alguien que cree que tu casa es su segunda residencia y tú… su camarera gratis.
En este caso, fue Alba, la hermana de mi marido. Al principio todo era bonito: venía con su pareja y los niños “a tomar un café”, traía unos mantecados comprados por el camino y, en general, se comportaba con educación. Pero muy pronto todo cambió. Alba empezó a aparecer cada vez más… y siempre sin avisar.
—¡Holi! ¿No te importa si pasamos esta tarde? Pues pon la mesa, que llegamos en una hora —esa llamada se volvió rutina. Preguntaba por protocolo, pero no esperaba respuesta. Los “no” no existían. Incluso si le decía que estaba enferma, ocupada o simplemente quería descansar… lo ignoraba.
Y no es que viniera sola. No. Su marido, tres niños revoltosos y, a veces, hasta el perro. Ni una manzana, ni un zumo… nada. Se quedaban hasta tarde, limpiaban la nevera y se iban dejando montañas de platos sucios y mi paciencia hecha polvo.
Empecé a odiar los festivos. Cumpleaños, Nochevieja, cualquier domingo… se convirtieron en una tortura. Yo cocinaba, sonreía, aguantaba, fregaba hasta las tantas y al día siguiente… a trabajar. Mi marido callaba. Detestaba los conflictos y pensaba que “es mi hermana, hay que aguantar”.
Hasta que un día exploté. Me di cuenta de que si no ponía freno, esto sería peor. Llamé a Alba y le solté:
—Alba, hoy vamos a tu casa. Prepara comida, mucha… y algo de postre, que los niños de mi amiga vienen con hambre.
—Eh… bueno… ¿otro día? —titubeó.
—Ya vamos para allá. En veinte minutos estamos —corté y colgué.
Mi marido se enfadó y se negó a participar en mi “obra de teatro”. No insistí. Me fui con mi amiga Lucía —que aceptó encantada— y sus dos niños pequeños. Fuimos directas a casa de Alba.
Vi una silueta tras la cortina. Estaba mirando. Pero nadie abrió. Ni al tocar el timbre, ni al llamar. La cortina se movió y se quedó quieta. Sonreí.
Lucía y yo fuimos a un bar. Pedimos pasta, un postre y una copa de vino. Nos reímos. Los niños alborotaban, pero por primera vez en mucho tiempo, estaba tranquila. Había recuperado mi casa, mis límites y el derecho a decidir quién entraba en mi vida.
Desde entonces, Alba dejó de llamar. Dejó de aparecer. Ni en fiestas ni sin motivo. Mi marido se mosqueó un poco, pero al final lo aceptó. Y yo… respiré.
¿Sabes? No siempre hay que ser buena. A veces, para cuidarte, hay que poner un punto final. O al menos aprender a cerrar la puerta a quien no llama, sino que entra a patadas.
Creo que hice lo correcto. ¿Tú no?