La habitación olía a medicamentos baratos, col hervida y vejez: un aroma tan denso que parecía poder cogerse con una cuchara. Lucía Fernández se sentaba al borde de la cama, tirando de los dedos del desgastado batín que solía llevar por las mañanas frente a la ventana de su cocina, en casa. Cuando aún tenía un hogar…
En la cama vecina, una mujer veinte años mayor permanecía inmóvil como una estatua, mirando al vacío. Sus ojos descoloridos se clavaban en la pared, como si allí hubiera una ventana a otro mundo.
De pronto, la anciana se levantó con esfuerzo, agarró una silla y la arrastró hasta Lucía.
—Lucía… cuéntame— susurró con voz rasposa mientras se sentaba—, ¿cómo llegaste aquí?
Sus ojos deslavados reflejaban la misma indefensión de un niño. Como si no fuera una anciana, sino una niña a la que el mundo había abandonado.
Lucía quiso apartarla, decirle que no entendería, que no recordaría. Pero habló. Porque quizá, por primera vez en mucho tiempo, alguien quería escucharla.
—Todo empezó con el silencio…— su voz tembló—. Primero, Antonio llamaba menos. Reuniones de trabajo, llevar a su hijo al fútbol, excusas. Marta, su mujer, nunca mostró interés por mí. Y Javier, mi nieto… creciendo, sin tiempo para su abuela. Lo entiendo.
La vecina asentía, inclinándose hacia adelante. Llevaba tres años en la residencia y cada historia le sonaba a la suya propia.
—Luego dejaron de felicitarme. Mi cumpleaños pasó como cualquier día. Después, el Día de la Madre. Luego, Navidad. Y yo… seguí esperando. Hice una tarta de manzana, la favorita de Antonio de pequeño. Puse la mesa. Saqué aquella foto de él en la playa de Cádiz, pequeño, en bañador. Yo, joven, riendo. Miraba la foto y pensaba: vendrán. Tienen que hacerlo. Lo prometieron.
Lucía respiró hondo. El brillo de unas lágrimas asomó en sus ojos. La anciana le rozó el hombro con delicadeza.
—Vinieron. Tarde. Antonio no me miraba. “Mamá— dijo—, hemos decidido…”. Lo demás fue un borrón. Solo recuerdo sus palabras, frías como sentencia: “Javier necesita su habitación. Y aquí… estarás mejor. Cuidados, medicinas…”
—¿Y qué le dijiste?— murmuró su compañera.
—¿Qué podía decir?— Lucía esbozó una sonrisa amarga—. Me quedé muda. Solo alcancé a susurrar: “Pero yo… yo…”. Ellos ya lo tenían decidido. Hombres con cajas. Mis muebles, hasta mi librería tallada, se la llevaban. Intenté agarrarme, pero Javier no levantó la vista del móvil. Ni una mirada. Ni un “adiós”. Como si nunca hubiera existido.
—¿Y ahora? ¿Llaman?
—Ayer Antonio llamó— Lucía apretó los labios—. Preguntó: “¿Cómo estás?”. Y yo le dije: “¿Recuerdas cuando de pequeño venías a mi cama durante las tormentas? Temblaba como un pajarillo…”. Él respondió: “No, no lo recuerdo”. Así. No lo recuerda. O finge no hacerlo.
La anciana le tomó la mano, cálida y nudosa. Permanecía en silencio.
—¿Y sabes lo más cruel?— continuó Lucía—. Han alquilado mi piso. El dinero es para Javier, para clases particulares. Mientras, han montado un estudio de yoga. “Vinyasa”, creo. Imagínate: donde estaba mi vitrina, ahora hay mujeres haciendo posturas…
El carrito de la comida chirrió en el pasillo. El sol se ocultaba tras la ventana, bañando la habitación de un rojo intenso. El silencio era casi insoportable.
—Pero yo sí recuerdo— susurró Lucía—. Todo. Su primer diente, las noches en vela meciéndolo, cuando lloró por un suspenso. Soñé que sería feliz. Lo di todo. Y ahora… ya no soy nadie para ellos.
Su compañera la abrazó, apoyando la mejilla en su pelo gris. Sus manos, ásperas y secas, como las de la madre de Lucía, solo servían de consuelo. Pero no contra el abandono.
Permanecieron así, en la penumbra, entre el olor a col y desinfectante, atrapadas entre un pasado cálido y un presente de sombras y silencio.
Y solo una pregunta resonaba en el aire:
¿Y si, de verdad, algún día se acuerdan?