**Cómo llegué a odiarla…**
Un papel ligeramente arrugado yacía en el cajón de su escritorio, junto a la carta de renuncia. Una sensación extraña se apoderó de mi pecho: como si aquel trozo de papel no estuviera ahí por casualidad, como si me hubiera estado esperando.
Lo cogí, y de pronto volvieron los recuerdos de la infancia. Aquellas veces en Salamanca, jugando a espías con los chicos, escribiendo mensajes secretos con leche en papel y luego revelándolos al calentarlos con una vela. Inés y yo habíamos hablado de esos juegos alguna vez, tomando un café, riéndonos de tonterías…
Apenas pude esperar hasta la hora de comer. Llegué a casa como un loco. El corazón me latía con fuerza, no por miedo, sino por presentimiento. Encendí la placa, acerqué el papel al fuego y… las palabras aparecieron. Como en la infancia. Solo que esta vez, era una verdad dolorosa y adulta.
*«Si estás leyendo esto, es que no me equivoqué. Lo recordaste y lo adivinaste. Todo pudo ser diferente. Pero debes saber que, cada vez que me humillabas, matabas todo lo que sentía por ti. Creo que incluso disfrutabas burlarte de mí. Quizá eso sea todo lo que puedes dar. Alguien te hizo daño alguna vez, y ahora arruinas a quienes no pueden—o no quieren—defenderse. ¿Pensabas que no era capaz de devolverte el golpe? Podría haberlo hecho. Pero entonces, habría dejado de ser yo misma.
Se puede ganar una batalla y perder la guerra. No me busques. Adiós. —Inés».*
Me quedé sentado con la carta en las manos, sin poder moverme. ¿Por qué? ¿Por qué la quise con tanta furia, con tanta obsesión… hasta el odio?
Apareció en la oficina sin avisar. Cuando entró, fue como si la luz invadiera la habitación. Un despacho gris en el tercer piso de un viejo edificio en Valencia, de pronto se llenó de brisa marina, de sol y del aroma de un jardín al amanecer.
No era una belleza clásica, no, pero había algo en ella que me volvía loco. Yo, un hombre experimentado, que había conocido mujeres de todo tipo—elegantes, atrevidas, glamurosas, sencillas—de repente perdí el norte. Todo lo que antes me atraía dejó de funcionar.
Estaba acostumbrado al juego, a las mujeres, a los coqueteos. Rubias, morenas, pelirrojas—todas pasaban por mi vida con facilidad. Citas, flores, historias cortas, y otra vez la libertad. Yo elegía. Yo controlaba. No pedía—tomaba.
Pero Inés…
Quería apoyar la cabeza en sus rodillas, oler su piel, acariciar esos mechones castaños, tocar su muñeca, su cuello, sentir su respiración, escuchar su risa, ver cómo se mordía el labio cuando estaba nerviosa.
Inés trabajaba bajo mi mando—en todos los sentidos. Era parte de mi equipo. No era la líder, ni la estrella. Pero yo sabía que si había algo complicado, se lo daba a ella y quedaba resuelto. Sin quejas, sin alardes.
Empecé a disfrutar de gritarle, como si su sola presencia me diera permiso para ser más cruel. Se encogía, frágil, indefensa, y en esos momentos me sentía poderoso. Si hubiera llorado… si hubiera estallado, me habría apiadado. Quizá habría cambiado.
Pero ella se mantenía firme. En silencio. Sin reproches. Sin debilidad. Y eso me enfurecía aún más. Intenté llamar su atención: dejaba chocolates en su mesa, pequeños regalos. Complimentos con doble sentido. Miradas cargadas. Ella lo entendía—yo lo sabía. Y sentía que algo también latía en ella.
A veces creía que, si tan solo le tocaba la mano, el mundo se detendría. Y un día me atreví. La abracé. Suavemente. Casi con ternura. Y ella… se apartó. Me miró a los ojos. Sin palabras. Sin drama.
Fue peor que una bofetada.
Era un desafío. Mi igual. Pero no quería admitirlo. Necesitaba sentirme superior. No estaba preparado para ser vulnerable. No frente a ella.
La observaba. Cómo resolvía problemas. Cómo manejaba el estrés. A mis colegas también les gustaba. Demasiado. Incluso alguno intentó invitarla a cenar. Lo veía todo. Y la rabia me hervía por dentro.
Montaba escenas de celos. Hablaba por teléfono con otras mujeres, a propósito, en voz alta. Risas, coqueteos, planes—todo delante de ella. Y ella… simplemente se cerraba. Ni una mirada, ni un gesto.
Estaba seguro—no, lo sabía—de que ella también sentía algo. Tenía que ser así. Lo notaba en el aire. Creía que se quedaría. Que no se iría. Que aguantaría. Que tarde o temprano cedería.
Y entonces… se fue. Sin dramas. Sin escándalos. Simplemente desapareció.
El viernes no fue a trabajar. Su teléfono, apagado. Su correo, bloqueado. El proyecto en el que trabajaba quedó a medias. Yo quedé como un idiota. Ante la empresa. Ante mí mismo.
Se esfumó. Como humo. Como una nube. Ella, la inalcanzable, la efímera, mía y no mía.
Y yo pensé… que no podía ser. Pensé que todo estaba bajo control. Que todo podía torcerse, forzarse, manipularse.
Me equivoqué.
También pasa.