La avaricia que lo cegó y lo destruyó todo
Éramos inseparables Desde pequeños, mi primo Álvaro y yo éramos muy unidos.
Crecimos juntos como hermanos, compartiendo alegrías y tristezas, metiéndonos en líos, estudiando, soñando.
Cuando sus padres se divorciaron y su madre se fue con otro hombre, Álvaro se quedó con su padre.
Él bebía, se desahogaba con su hijo, podía golpearlo, humillarlo.
Yo, a pesar de ser más joven, siempre lo defendí.
Al final, ambos huimos de esa pesadilla: arreglamos el viejo desván en la casa de su abuela y nos instalamos allí.
Era nuestro refugio.
Pensábamos que a partir de entonces todo iría a mejor.
Pero aún no sabía que la avaricia puede destruir a una persona.
Incluso me envidiaba Cuando ingresé en la universidad, Álvaro ya trabajaba.
Pero al ver que yo estaba construyendo mi vida, decidió mudarse a la ciudad y quedarse cerca.
Volvimos a vivir juntos, compartiéndolo todo otra vez.
Yo trabajaba por las noches como vigilante para pagar mis estudios, y él se enfadaba porque no lo contrataban en un buen empleo por no tener un título.
Lo persuadía para que estudiara, aunque fuera a distancia, pero no quería.
Eso sí, empezó a sentir envidia.
Empezó a fijarse en cuánto dinero tenía, qué ropa compraba, a dónde iba.
Y dentro de él comenzó a hervir la envidia.
La avaricia lo llevó a tocar fondo Álvaro quiso tener lo mismo que yo.
Pero no a través del estudio y el trabajo.
Se involucró con un grupo delictivo local, que ganaba buen dinero con negocios turbios.
Yo sabía que él era consciente de lo que hacía.
Pero el deseo de ser mejor que yo y tener más que yo lo cegó.
Y así, un día compré un coche.
Fue mi primera compra importante, ganada con esfuerzo honesto.
Lo invité a acompañarme, solo para dar una vuelta.
Pero no pudo ocultar su ira.
Vi el odio en sus ojos.
Para él, era insoportable ver cómo yo avanzaba mientras él se quedaba atrás.
Ese mismo día, tomó un préstamo y se compró un cacharro que no duró ni un mes.
Se convirtió en una persona obsesionada por la avaricia.
El desenlace era previsible Dejó de preocuparse por amigos, familia, por sí mismo.
Necesitaba más, más y más.
Vendió amistades, traicionó a quienes lo apoyaban, peleaba con sus seres queridos.
Veía en la gente no personas, sino competidores.
Se destruyó a sí mismo.
Ahora está completamente solo.
Solo como un coche destartalado abandonado en el arcén.
Como un corredor que no llegó a la meta.
La codicia arrasa con todo.
Solo que al final de esta carrera, no hay ganadores.