El atardecer sereno envolvía la aldea con su suave penumbra cuando Antonia Jiménez, a quien todos llamaban cariñosamente abuela Toña, salió de su humilde casita y, acercándose a la valla del vecino, golpeó tres veces el cristal de la ventana con los nudillos. El cristal respondió con un sonido apagado pero familiar. Al instante, apareció el rostro surcado de arrugas de su vecina María Luisa, quien abrió la puerta desvencijada y asomó en el porche, ajustándose un mechón rebelde de canas.
Toña, alma mía, ¿qué haces ahí plantada como extraña? Pasa, no te quedes en la puerta, justo estaba poniendo el agua para el té gritó con voz que delataba cierta inquietud.
No, María Luisa, gracias, no entraré respondió Antonia con un temblor en la voz que la sorprendió a ella misma. Tengo un asunto importante, muy importante. Vecina, debo ir a la ciudad, al hospital regional, con urgencia. Con los ojos me pasa algo grave, no aguanto más. Lagrimean sin parar, todo se me nubla como en una espesa niebla, y por las noches el dolor es tan fuerte que la luz ya no me consuela. El médico, joven aún, me examinó y dijo que necesito operarme pronto, o o quedaré ciega. No sé cómo llegaré, estoy sola, completamente sola. Pero confío en que el mundo está lleno de buena gente que me guiará.
¡Toñita, cielo, por supuesto que debes ir! exclamó María Luisa, balanceándose en sus zapatillas gastadas. Yo cuidaré de tu casa, de tu cabrita Lola, de las gallinas, ¡de todo! No te preocupes, mujer. Tienes razón, quedarte sola en la oscuridad sería una desgracia. ¡Ve, y que Dios te acompañe!
Antonia Jiménez pasaba de los setenta. La vida, larga y llena de penurias, la había zarandeado sin piedad, pero siempre se levantaba. Al final, como un pájaro herido, encontró refugio en esta aldea tranquila, en una casita heredada de parientes ya fallecidos. El viaje a la ciudad le parecía interminable y aterrador. En el autobús destartalado, apretaba su bolso raído mientras una idea angustiosa daba vueltas en su mente:
«¿Con un bisturí tocarán mis ojos? Aunque el médico me tranquilizó: “No tema, abuela, es una operación sencilla”, el corazón me pesa con un presentimiento oscuro. Qué miedo. Ay, qué miedo estar sola».
En la habitación del hospital, limpia y con olor a medicinas, había otra mujer joven junto a la ventana y una anciana como ella. Antonia se sintió algo más tranquila al ver que no era la única. Se dejó caer en la cama y pensó: «Vaya desgracia, pero al menos mi dolor no está solo. Esta enfermedad no perdona ni a jóvenes ni a viejos».
Después del almuerzo, llegaron los familiares. A la mujer joven vino su marido con un niño cargado de frutas y zumos. A la otra paciente, su hija con el yerno y una nieta rizada que reía sin parar. La habitación se llenó de bullicio, alegría y una soledad insoportable. Antonia se giró hacia la pared y enjugó una lágrima traicionera. Nadie vino a verla. Nadie le trajo ni una manzana ni una palabra amable. Estaba completamente sola, olvidada, una anciana que no le importaba a nadie.
Al día siguiente, durante la visita médica, entró una doctora de bata impecable, joven y serena, cuya presencia calmó de inmediato a la abuela Toña.
¿Cómo se encuentra, Antonia Jiménez? ¿Con ánimos? preguntó con una voz cálida y llena de empatía.
Bien, bien, hija, aguantamos, ¿qué remedio? respondió la abuela, nerviosa. Perdone, cariño, ¿cómo debo llamarla?
Verónica Pilar. Soy su médica. Dime, ¿vendrá alguien a visitarte? ¿Tienes hijos? ¿Avisamos a alguien?
El corazón de Antonia dio un vuelco. Bajó la mirada y murmuró una mentira amarga: «No, hija mía, no tengo a nadie. Dios no me dio hijos».
La doctora le acarició la mano, anotó algo en su historial y salió. Antonia se quedó sentada en la cama, sintiendo un fuego interno. La conciencia le remordía: «¿Por qué mentí? ¿Por qué negué lo más sagrado de mi vida? ¡No es verdad!».
No quería remover la herida que llevaba décadas cargando. Había tenido una hija. Su adorada Verónica.
En su juventud, conoció a Pedro, un excombatiente mutilado. En aquellos años de posguerra, con los hombres escasos, no lo dudó y se casó con él. Los primeros años fueron felices, nació su niña, pero luego Pedro enfermó gravemente. Lo enterró y quedó sola con la pequeña.
Antonia era una mujer hermosa, trabajadora. Un día llegó a la aldea Nicolás, un hombre citadino de labia fácil que la cortejó. Ella, hambrienta de afecto, perdió la cabeza. Cuando él se marchó, la convenció de irse con él.
Verónica es muy pequeña, Nico, ¿cómo la dejo? protestó débilmente.
Déjala con tu madre, ¡solo un tiempo! insistió él. Cuando nos establezcamos, la traeremos. ¡Te lo prometo!
Cayó en su trampa. Dejó a su hija de cinco años con su madre y partió con él al otro extremo del país. Al principio escribía, pero los traslados constantes de Nicolás cortaron el contacto. Cada vez que preguntaba por su hija, él evadía: «Pronto, cuando tengamos un hogar». Las cartas de su madre cesaron. Con los años, el dolor se adormeció. Nicolás se volvió violento, y así pasaron veinticinco años, hasta que lo mataron en una pelea de borrachos.
Vendió sus pocas pertenencias y regresó a su tierra, pero su madre había muerto, y de Verónica nadie sabía nada. La casa familiar estaba abandonada. Pasó tres días buscando pistas, en vano. Visitó la tumba de su madre, dejó flores silvestres y se marchó para siempre, ahogada en lágrimas.
La noche antes de la operación, no pudo dormir. Una idea la perturbó: «Dios mío, mi hija también se llamaba Verónica y su segundo nombre era Pilar, como su abuelo ¿Será casualidad?». Pero por la mañana la llevaron al quirófano sin tiempo para preguntar.
Despertó con los ojos vendados, aterrada por la oscuridad. Luego, una enfermera le retiró las gafas. El cirujano la revisó y confirmó que todo había ido bien. Más tarde, encontró una bolsa en su mesita: manzanas, un limón y dulces. «De la doctora Verónica Pilar le explicaron. Dijo que necesitas vitaminas».
Antonia esperó ansiosa su visita. Cuando la doctora entró, sintió que el sol iluminaba la habitación. En sus manos llevaba un sobre.
Buenas noches, mamá susurró, acercándose.
Antonia se quedó petrificada.
¿Por qué me llamas así?
Porque lo eres dijo Verónica con lágrimas. Soy tu Verónica. Te busqué tanto. ¡Estoy tan feliz de encontrarte al fin!
La abrazó. Antonia no podía creerlo.
¿Hija mía? ¿De verdad eres tú? ¿Cómo me encontraste?
Verónica le explicó que al ver su apellido y lugar de nacimiento en el historial, sospechó. Su marido, Mateo, cardiólogo, insistió en una prueba genética.