Ay, mis niños, acercaos, que os voy a contar una historia que llevo en el corazón como una vieja copla. Aquí estoy, en esta residencia de ancianos, tejiendo calcetines mientras los recuerdos vuelan a mis años mozos. Mi familia me trajo aquí diciendo que sería más tranquilo, pero yo solo repaso memorias como si fueran cuentas de un collar. Y esta historia habla de mí, Ana, y de mi hijita Lucía, de cómo la vida nos enseñó qué es la verdadera felicidad.
Fue hace mucho, cuando yo aún era una ingenua que creía que el amor era una fiesta eterna. Conocí a Víctor—alto, ojos brillantes, palabras dulces como la miel. Me enamoré perdidamente, pensé que juntos moveríamos montañas. Nos casamos, y pronto quedé embarazada. Víctor estaba radiante: “¡Será un varón, Anita! ¡Mi heredero!” Ya había comprado champán y pintaba planes de cómo su hijo conquistaría el mundo. Yo reía, acariciaba mi vientre, imaginaba los tres paseando por el parque, una familia feliz.
Pero nació una niña. Pequeña, delicada como una pluma, con ojos claros como el cielo de primavera. La llamé Lucía—porque llegó a mi vida como un rayo de luz. Y Víctor… no vino. Ni al hospital, ni a buscarnos. Se esfumó, como si nunca hubiera existido. Mi suegra, doña Carmen, aún me clavó el cuchillo: “¿Una niña? Pues dádesela a alguien, ¿para qué la queréis?” Yo escuchaba, y las lágrimas caían solas. ¿Cómo podía decir eso? ¡Era mi sangre, mi corazón!
Volví del hospital sola. Con Lucía en mis brazos y una bolsa al hombro, sin rumbo. No podía vivir con Víctor, y mis padres estaban lejos. Nos refugiamos en casa de la abuela Pilar, en una vieja pensión. La habitación era pequeña, las paredes delgadas, pero había calor. La abuela Pilar, aunque refunfuñaba a veces, tenía un corazón de oro. Me servía té caliente, cocinaba lentejas, mechaba a Lucía cuando yo trabajaba. “No te apures, Anita—decía—. Dios ve tus lágrimas, os dará suerte”. Y yo le creía, porque de otra manera no habría seguido adelante.
Vivíamos con lo justo, ay, qué pobreza. De día vendía periódicos y tabaco en un quiosco, de noche limpiaba oficinas—suelos, ventanas, mesas. Las manos se me agrietaban, la espalda me ardía, pero cuando Lucía sonreía, cuando sus manitas me buscaban, todo se olvidaba. Ella era mi alegría, mi razón. Nunca preguntó por su padre—era pequeña, pero sentía que el tema me dolía. Yo evitaba llorar delante de ella, aunque por las noches la almohada se empapaba.
Pasaron cinco años. Lucía ya iba a la guardería, yo le trenzaba sus coletas y me preguntaba: ¿cómo pudo un hombre que juró amor apartarse así? Pero la vida no esperaba—había que comer, vestir a la niña, pagar el alquiler. La abuela Pilar ayudaba como podía, y por eso le estaré agradecida hasta el fin. Ella me decía: “Ana, la familia no es la sangre, es quien te tiende la mano en la necesidad”. Y tenía razón.
Un día, volviendo del trabajo, cansada como una mula, vi un Mercedes negro reluciente frente a nuestra casa, como de película. Y allí estaba Víctor. Más maduro, pero el mismo—anillo de oro, camisa cara, peinado de galán. Y un niño a su lado, de unos cuatro años, su vivo retrato. Cuando me vio, palideció como la cal. Lucía, valiente, me tiró de la mano:
—Mamá, ¿quién es?
Víctor la miró fijamente, sin palabras. Era su hija, la misma de la que huyó. Entonces se abrió la puerta del coche y salió su nueva—con abrigo de leopardo, labios como pato y voz de feria. “Víctor, ¿quiénes son estos mendigos?”—chilló. El niño la secundó: “Papá, vámonos, ¡huelen mal!”.
El pecho se me cerró, pero levanté la cabeza. Agarré a Lucía y me fui. Despacio, con dignidad. Porque no éramos mendigas, éramos una familia. Víctor corrió tras la esquina, como queriendo decir algo, pero no se atrevió. Y menos mal. ¿Qué podía decir? ¿Pedir perdón? Demasiado tarde, corazón. Las puertas que se cierran no siempre se vuelven a abrir.
En casa olía a cocido—la abuela Pilar lo había dejado hecho. Lucía cenaba mientras yo le acariciaba la trenza. Preguntó: “Mamá, ¿quién era ese señor?”. Y solo dije: “Alguien del pasado, cariño. Estamos mejor sin él”. Ella asintió, porque en sus cinco años ya tenía más sabiduría que Víctor en toda su vida.
De él supe después por los vecinos. Decían que se pasaba las noches en el bar, mirando al techo, whisky en mano. Quizá entendió que cambió la felicidad por anillos y coches. Pero el tiempo no vuelve atrás. Su nueva mujer no duró—encontró a uno más rico. Y aquel niño, su hijo, creció sin padre, porque Víctor no era para criar, solo para cartas y copas.
Mi Lucía se hizo una mujer hermosa. Estudió, entró en la universidad, ahora trabaja y me ayuda. De Víctor nunca hablamos—no necesitábamos hacerlo. Y yo, aunque esté en esta residencia, no estoy triste. Porque Lucía y yo resistimos. No por fuertes, sino porque nos quisimos. Y la abuela Pilar, que Dios la tenga en su gloria, siempre estuvo con nosotras—en cada plato de cocido, en cada palabra buena.
Así que recordad, pequeños: la felicidad no está en el dinero ni en los coches relucientes. Está en ser amado. Aunque sea en silencio, aunque sea en una habitación pequeña que huele a guiso y a sueños de niño. Y cuando elijáis con quién compartir la vida, mirad al corazón, no a los anillos de oro. Porque el corazón no traiciona, pero el oro—solo es metal frío.