Cuando me casé con Carmen, creí que había tenido una suerte increíble con mi suegra. No se entrometía en nuestros asuntos, no daba lecciones de vida ni repartía consejos sin fin, como hacen muchas “madres de esposas”. Además, cocinaba como los ángeles, siempre era educada y hasta resultaba graciosa con su visión anticuada de la vida. Parecía la suegra perfecta. Pero, como dice el refrán, no hay rosa sin espinas…
Al principio, todo era maravilloso. Vivíamos por separado, la visitábamos los fines de semana, tomábamos café con pastas y escuchábamos sus historias del pasado. Todo transcurría sin sobresaltos hasta que Carmen y yo tuvimos a nuestro hijo, Javier. Entonces comenzó el cambio. Primero, la abuela venía una vez por semana. Después, cada dos días. Y finalmente, se instaló en nuestra casa.
Por cortesía, no dijimos nada. Al fin y al cabo, ayuda en casa nunca viene mal, especialmente con un niño pequeño. Carmen volvió a trabajar, y allí estaba su madre: cocido en el fogón, suelos relucientes, ropa tendida, el niño alimentado y contento. Parecía un sueño. Hasta que ese sueño se convirtió en una pesadilla. Porque mi suegra, sin preguntar, se quedaba una semana, luego dos. Luego volvía a su casa “solo a recoger unas cosas” y regresaba de nuevo.
Vivía con nosotros como si fuera su hogar: reorganizaba los muebles, escondía mis tazas favoritas, horneaba empanadas cuando yo solo quería unos huevos fritos. Dejamos de sentirnos cómodos en nuestra propia casa. Intenté insinuárselo a Carmen: “¿Quizá tu madre necesite descansar un poco en su casa?”. Pero ella me replicó: “No seas así, se aburre sola, ¿es que no puedes tener un poco de paciencia?”.
Y aguanté. Hasta que el destino me regaló una solución brillante.
Javier tenía entonces dos años. Una noche, antes de dormir, se me acercó y dijo que le daba miedo la oscuridad. “Papi, en la oscuridad vive el Coco…”, susurró asustado. Intenté calmarlo como pude. “Hijo, si tienes miedo, ríete. La risa asusta al Coco. ¡Ríete y él saldrá corriendo!”, dije sin pensarlo mucho. Javier asintió y se fue a dormir.
Un par de noches después, a las tres de la madrugada, escuché a mi hijo caminando por el pasillo… y riendo. Fuerte, espeluznante, sincero. Su carcajada resonaba en toda la casa. Casi me caigo de la cama, pero comprendí que iba al baño, “ahuyentando” al Coco. A la mañana siguiente, lo mismo. Y así, noche tras noche. A nosotros nos resultaba hasta gracioso. Pero no a mi suegra.
A los pocos días, se me acercó, alterada, y me soltó: “¡No puedo seguir durmiendo en esta casa! Hay asuntos oscuros, entidades… ¡El niño se ríe por las noches como si algo hablara a través de él! Me pone los pelos de punta. Me voy a mi casa. Y si vengo, será solo de día. Y solo si limpiáis bien la casa”.
No mencionó la palabra “exorcista”, pero la idea estaba clara. Asentí con la cabeza. Carmen se encogió de hombros: “Madre es madre”. Y yo, conteniendo mi triunfo, fui a prepararme un café. Solo. En mi cocina. Con mi taza favorita.
Han pasado casi dos años desde entonces. Mi suegra viene exclusivamente de día: a traer pasteles, a jugar con Javier, a charlar con Carmen. Pero al anochecer se marcha. Puntual. Sin insinuar quedarse. A veces se queja de la soledad. Pero entonces recuerdo lo del “Coco” y todo vuelve a su sitio.
¿La moraleja? Incluso las personas más amables pueden traspasar tus límites. Lo importante es saber restablecerlos a tiempo. Y créeme, no hace falta discutir, enfadarse o pelearse. Basta con un poco… imaginación.