Cuando me casé con Marina, pensé que había tenido una suerte increíble con mi suegra. No se entrometía en nuestros asuntos, no daba lecciones de vida ni repartía consejos interminables como muchas “madres políticas”. Además, cocinaba de maravilla, siempre era educada y hasta resultaba divertida con su visión anticuada de la vida. La suegra perfecta, o eso parecía. Pero, como dice el refrán, no hay rosa sin espina…
Al principio, todo era perfecto. Vivíamos separados, la visitábamos los fines de semana, tomábamos café con magdalenas y escuchábamos sus historias del pasado. Todo seguía su curso hasta que Marina y yo tuvimos a nuestro hijo, Hugo. Ahí empezó el cambio. Primero, la abuela venía una vez por semana. Luego, cada dos días. Y, sin previo aviso, acabó quedándose a vivir con nosotros.
Por cortesía, no dijimos nada. Al fin y al cabo, tener ayuda en casa no es algo que se rechace, sobre todo con un niño pequeño. Marina volvió al trabajo, y ahí estaba su madre: cocido en la olla, suelos relucientes, la colada tendida y el niño feliz y bien alimentado. Un sueño, ¿no? Pues ese sueño pronto se convirtió en una pesadilla. Porque mi suegra, sin consultarnos, se quedaba una semana, luego dos… Después se iba a su casa “sólo a por unas cosas” y, al poco, volvía a aparecer.
Se comportaba como la dueña de la casa: cambiaba los muebles de sitio, escondía mis tazas favoritas, hacía rosquillas cuando yo solo quería un huevo frito. Dejamos de sentirnos en nuestra propia casa. Intenté insinuarle a Marina que quizá su madre necesitara un descanso en su hogar, pero ella se limitó a decir: “Vamos, ¿cómo le dices eso? Está sola, ¿no puedes tener un poco de paciencia?”.
Y la tuve. Hasta que la vida me regaló una solución brillante.
Hugo tenía dos años entonces. Una noche, antes de dormir, se acercó a mí y me dijo que le daba miedo la oscuridad. “Papá, en la oscuridad está el Coco…” susurró asustado. Intenté calmarlo como pude. “Hijo, si tienes miedo, ríete. La risa asusta a todos los Cocos. ¡Si te ríes, huyen!” Le dije sin darle mucha importancia. Hugo asintió y se fue a la cama.
Un par de noches después, a las tres de la madrugada, escucho a mi hijo caminar por el pasillo… riéndose. A carcajadas. Un risotada escalofriante y genuina que resonaba por toda la casa. Casi me caigo de la cama, pero entendí: iba al baño, “ahuyentando” al Coco. Lo mismo pasó la noche siguiente. Y así noche tras noche. A nosotros, los adultos, nos resultaba hasta gracioso. Pero a mi suegra, no.
A los pocos días, se me acercó hecha un manojo de nervios:
—¡No puedo dormir más en esta casa! ¡Hay algo oscuro, como presencias! ¡El niño se ríe de noche como si alguien hablara a través de él! Esto me pone los pelos de punta. Me voy a mi casa. Y si vengo, será solo de día. Y solo si limpiáis la casa.
No dijo la palabra “exorcista”, pero el mensaje estaba claro. Asentí con la cabeza. Marina se encogió de hombros —”es mi madre”—. Y yo, disimulando mi satisfacción, me fui a preparar un café. Solo. En mi cocina. Con mi taza favorita.
Han pasado casi dos años desde entonces. Mi suegra solo viene de día: trae empanadas, juega con Hugo, charla con Marina. Pero al caer la tarde, se marcha. Sin excepción. Sin insinuar quedarse. A veces se queja de la soledad, pero entonces recuerdo lo del “Coco”… y todo vuelve a su lugar.
Moraleja: hasta la gente más encantadora puede traspasar tus límites. Lo importante es saber restablecerlos a tiempo. Y créeme, no hace falta discutir, ofenderse ni pelear. Basta con un poco… de imaginación.