Me llamo Pedro Hernández y vivo en Quintanar de la Orden, donde las calles modestas de Castilla-La Mancha se cobijan bajo la sombra de olivos centenarios. No soy pobre. Tampoco millonario, claro, pero tras una vida de trabajo logré reunir algo: una casa, un terreno en las afueras, un coche y unos ahorros para emergencias. Con mi esposa Carmen, siempre fuimos padres que lo daban todo por los hijos, aunque nos quedáramos con migajas. Nos sacrificamos pensando que era nuestro deber. Con los años entendí: la gratitud no llega siempre. Solo se acostumbran a recibir.
Tenemos tres hijos: Sergio, Ana y Diego. Todos adultos, independientes… en teoría. Sergio, el mayor, ronda los cuarenta. La paradoja: los tres viven en crisis perpetuas. El primero en llegar fue Sergio. Ambicioso, pero eternamente quejumbroso: jefes ineptos, clientes ingratos. Le ayudé a comprar su primer coche, el enganche de su piso, luego reformas, tratamientos para su mujer… después, solo “préstamos para sobrevivir”. Daba porque soy padre. Por amor. ¿Cómo negarle algo a un hijo?
Ana, nuestra princesa, alma sensible y artística. Sus matrimonios fracasaban, los trabajos no duraban. Llamaba llorando: “Papá, no puedo pagar el alquiler…”, “Las deudas me ahogan…”, “¿Verdad que no me abandonas?”. Y no la abandonaba: enviaba dinero, consolaba sus lágrimas por teléfono. Diego, el menor, creía que el mundo le debía fortuna. Rechazaba empleos, soñaba con negocios. Invertí en sus proyectos: el primero quebró, el segundo también, el tercero fue humo. Luego vinieron créditos y transferencias “para vivir”. Seguí dando.
Cuando Carmen murió, me quedé solo. Los hijos vinieron al funeral —abrazos, lágrimas—. A la semana, reanudaron las llamadas. Ana: “Papá, sé que estás mal, pero necesito un abogado…”. Sergio: “Ahora que vives solo, ¿me echas una mano?”. Diego: “Mamá no me habría negado esto”. Transfería dinero no por generosidad, sino por miedo al silencio. Que alguien pronunciara mi nombre, aunque fuera para pedir. Pero los “gracias” desaparecieron. Solo peticiones, como ecos en un pozo vacío.
Los ahorros menguaban. Empecé a contar céntimos en el supermercado, cancelé viajes, usaba la misma chaqueta raída —“para qué cambiar, si aún sirve”—. Hasta que noté: nadie preguntaba por mi salud, mis noches en vela, nunca me invitaban. Solo mensajes: “Papá, rescátame otra vez…”, “Te lo devolveré” —nunca lo hicieron—. “Tú eres fuerte, aguantarás”. Una noche, tomando té frío en la cocina, lo entendí: estaba exhausto. No por la edad, sino por ser su cajón automático.
Esa misma noche escribí tres cartas. Cortas, firmes: “Os quiero. Os di todo. Ahora os toca volar. Ni un euro más. Sois capaces. Pero ahora seré solo padre, no cartera. Ojalá llaméis sin pedir nada”. No esperaba respuestas, pero llegaron. Sergio guardó silencio. Ana envió un mensaje furioso: “Gracias por traicionarnos al final”. Diego llamó. Tras un largo silencio, musitó: “Perdona. Tienes razón. Ni siquiera sé cómo estás”. Su voz temblaba de vergüenza.
Han pasado seis meses. Como lo que me gusta, no lo más barato. Compré una chaqueta nueva —la primera en años—. Me apunté a un taller de pintura para jubilados; los colores iluminan mis días. Por primera vez, vivo sin culpa. En mi cumpleaños vino Diego. Sin peticiones. Trajo un trozo de tarta y dijo: “Encontré trabajo estable. Quiero que te sientas orgulloso. No por lo que me diste, sino por lo que lograré solo”. Lloré —no de tristeza, sino de orgullo—.
Se acostumbraron a mi cartera siempre abierta. Fui su salvavidas, su deudor eterno. Pero me cansé de ser máquina expendedora. Sergio y Ana siguen callados —quizá enfadados—. Ya no espero llamadas con manos extendidas. Tengo mi casa, mis lienzos, mis pinceles. Diego me dio esperanza: mis hijos pueden ser personas, no parásitos. Ya no soy cajero. Soy padre que anhela ser amado por su alma, no por su cuenta bancaria. Y por primera vez en años, creo que es posible.