Cómo dejé de rescatar a mis hijos adultos

Soy Pedro Morales, y resido en Baeza, una ciudad donde Jaén extiende sus calles modestas bajo la sombra de árboles antiguos. No soy pobre. Tampoco millonario, pero a lo largo de mi vida he conseguido ahorrar algo: una casa, un terreno en el campo, un coche, y unos ahorros para cuando vengan tiempos difíciles. Con mi esposa, Carmen, siempre hemos sido de esos padres que dan lo mejor a sus hijos, aunque eso signifique quedarnos con muy poco para nosotros. Nos sacrificamos por ellos creyendo que así debía ser. Sin embargo, con el tiempo, me di cuenta de que esa entrega no siempre se agradece. Más bien genera una costumbre de solicitar ayuda.

Tenemos tres hijos: Enrique, Laura y Javier. Todos son adultos, independientes, al menos deberían serlo. Enrique, el mayor, casi tiene cuarenta años. Y aquí está el dilema: los tres siempre están “en problemas”, constantemente al borde del abismo. Primero vino Enrique a mí. Joven, lleno de ambiciones, pero siempre con las mismas quejas: el trabajo no es el adecuado, el jefe es un incompetente, los clientes son ingratos. Lo ayudé a comprar su primer auto, le di dinero para el pago del piso, luego para la reforma, después para el tratamiento de su esposa, y más tarde sólo para “sobrellevar”. Lo hacía porque soy su padre, porque lo amo, porque ¿cómo negarle a un hijo?

Laura, nuestra princesa, es un alma tierna y creativa. Sus matrimonios se desmoronaban uno tras otro, y sus empleos no duraban más de unos meses. Me llamaba entre lágrimas, con la voz temblorosa: “Papá, no tengo para pagar el alquiler…”, “Papá, las deudas me ahogan…”, “Papá, no me vas a abandonar, ¿verdad?” Y no lo hice. Transfería dinero, la rescataba, secaba sus lágrimas a través del auricular. Y Javier, el más joven, pensaba que el mundo le debía algo. No quería trabajar “para otro”, soñaba con su propio negocio. Invertí en sus sueños: la primera vez fracasó, la segunda también, y la tercera otra vez un vacío. Luego vinieron los créditos, y finalmente transferencias para “su día a día”. Di, di, di.

Cuando Carmen falleció, me quedé solo. Los hijos vinieron al funeral: me abrazaron, lloraron. Y a la semana, las llamadas comenzaron de nuevo. Laura: “Papá, sé que te cuesta, pero necesito un abogado, ayúdame…”. Enrique: “Papá, ahora estás solo, tus gastos son menores, danos un poco más”. Javier: “Papá, mamá no nos habría dejado”. Transfería dinero, no porque quisiera, sino por miedo a quedarme en el vacío. Alguna voz en la línea, algún “gracias”, algún sentido de que soy necesario. Pero hace tiempo que el “gracias” no lo decía nadie, solo nuevas peticiones, como un eco en un pozo.

Las cuentas se iban agotando. Empecé a contar cada céntimo en la tienda, renuncié a las salidas con amigos, no compré un abrigo nuevo —para qué, si el viejo aún aguanta—. Y de repente me di cuenta: mis hijos no preguntaban sobre mi salud, si dormía bien, no me invitaban a sus hogares. Sólo mensajes: “Papá, sácame de este lío una vez más…”, “Papá, te lo devolveré después” —nunca lo hicieron—. “Papá, eres fuerte, te las apañarás”. Una noche, mientras estaba en la cocina bebiendo té frío, comprendí que estaba agotado. No por la edad, no por el cansancio físico, sino por convertirme en su cajero automático personal.

Esa misma noche escribí tres cartas: a Enrique, Laura y Javier. Cortas, pero firmes: “Os quiero. Os he dado todo lo que pude. Ahora es vuestra oportunidad de levantaros por vosotros mismos. Ni un euro más, ni excusas. Sois fuertes, creo en vosotros. Pero desde ahora soy solo vuestro padre, no una billetera. Espero que algún día me llaméis no para pedir dinero, sino simplemente para charlar”. No esperaba respuestas, pero llegaron. Enrique guardó silencio, sin una palabra, sin un sonido. Laura envió un mensaje furioso: “Gracias, papá, por traicionarnos al final”. Javier llamó. Permaneció un rato en silencio y luego dijo: “Lo siento. Tienes razón. Ni siquiera recuerdo la última vez que pregunté cómo estabas”. Su voz temblaba, y por primera vez escuché en ella vergüenza.

Han pasado casi seis meses. Vuelvo a disfrutar de lo que me gusta, no de lo más barato. Me compré un abrigo cálido, el primero en años. Me inscribí en un club para jubilados donde enseñan a pintar —los colores han dado vida a mis grises días—. Por primera vez, no me avergüenzo de vivir para mí. Y en mi cumpleaños vino Javier. Sin peticiones, sin insinuaciones. Trajo un trozo de pastel y dijo: “He decidido encontrar un trabajo decente. Quiero que te sientas orgulloso de mí. No por lo que me diste, sino porque logré enfrentarme a la vida por mí mismo”. Lloré, no de tristeza como antes, sino de orgullo que se abrió paso entre el cansancio y el resentimiento.

Se acostumbraron a que siempre estuviera cerca con la billetera lista. Fui su salvavidas, su eterno deudor —por amor, por su infancia—. Pero estoy cansado de ser una máquina dispensadora de dinero. Enrique y Laura aún no hablan, tal vez están enfadados, tal vez no saben qué decir. Pero ya no espero sus llamadas con la mano extendida. Tengo mi hogar, mis lienzos, mis pinceles, y estoy aprendiendo a respirar con libertad. Javier me ha dado esperanza de que no todo está perdido, de que mis hijos aún pueden convertirse en personas, no en dependientes. Ya no soy un cajero automático, soy un padre que quiere ser amado por su alma, no por su cuenta bancaria. Y por primera vez en años, creo que es posible.

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