Por qué dejamos de hablar con la familia de mi marido — una historia de hartazgo
A veces, cortar lazos con los parientes no es una tragedia, sino una liberación. A nosotros, a Nicolás y a mí, nadie nos echó, nadie nos insultó directamente ni nos maldijo. Simplemente llegó un momento en que entendimos que, para toda su familia, éramos como un cajero automático en carne y hueso. Y si por casualidad no soltabas el dinero al primer aviso, te borraban, te ignoraban, hasta que volvían a acordarse de ti cuando olían a billetes.
Todo empezó con buena voluntad. Intentábamos ayudar —a sus padres, a los sobrinos, a los primos—. Una vez ayudas a uno, a otro no le dices que no… y se convierte en una rueda sin fin. La gente se acostumbra rápido a lo bueno, sobre todo si lo bueno es dinero gratis. Con el tiempo, la gratitud desaparece y solo queda la convicción de que, si una vez te dieron, están obligados a darte siempre.
Nuestra familia se convirtió en el comedero. No solo de sus padres, sino de toda la parentela. Nos dejábamos la piel —renunciando a cosas para nosotros— con tal de echar una mano. Pero en lugar de agradecimiento, escuchábamos frases como: «¿Os molesta? ¡Si sois ricos!». Cuando la realidad es que trabajábamos mucho y vivíamos con cabeza.
Al final, nuestra paciencia se agotó. Empezamos a decir «no». Sin rodeos. Con calma. Sin explicaciones. Y si insistían demasiado, echábamos mano de la imaginación. Decíamos que el dinero estaba en depósitos, que no podíamos sacarlo sin perder intereses. Para los más pesados, incluso sacábamos folletos de créditos: «Toma, ve al banco, allí te ayudarán». Pero no siempre funcionaba. Sobre todo con la hermana de Nicolás, Lucía.
Durante cinco años pagamos los estudios de su hija, Sofía. Cada matrícula, cada gasto. Cuando Sofía se graduó, suspiramos aliviados: por fin podríamos destinar esos recursos a algo importante de verdad. Como ayudar a la madre de Nicolás, Carmen. Una mujer de oro, bondadosa, pero cabezota: no quería aceptar nuestra ayuda. Su casa estaba hecha polvo —la instalación eléctrica, las ventanas, las tuberías—. La convencimos para que se viniera con nosotros tres meses mientras contratábami una cuadrilla y dejábamos su piso como nuevo.
Todo iba bien hasta que Lucía volvió a aparecer. Resulta que Sofía se iba a casar y —¡sorpresa!— necesitaba dinero otra vez. Me reí sin poder evitarlo:
—¿Tiene novio? Pues que pague él. ¿Acaso somos los patrocinadores oficiales de la boda?
La respuesta de Lucía fue increíble: como ya no gastábamos en los estudios de Sofía, podríamos ayudar con la boda. Me quedé sin palabras. Pero el espectáculo no había terminado.
Unos días después, al volver del trabajo, encontramos a Lucía en nuestra cocina, tomando té con su madre. Sonrisa de oreja a oreja, ojos brillantes:
—¡Ahí estáis! Tenemos una noticia. Mamá va a volver a trabajar, ella pagará la reforma, y vosotros… podéis ayudar con la fiesta de Sofía.
Iba a decir algo, pero Nicolás me ganó. Cogió el teléfono de su madre con calma y marcó:
—¿Diga, Antonio? Soy Nicolás, el hijo de Carmen. Sí, ella iba a empezar con usted, pero lamentablemente los planes han cambiado. Nos vamos de vacaciones juntos, y después tampoco podrá. Gracias por entendernos.
La cara de Lucía no tenía precio. Enrojecida, labios temblorosos:
—¿Esto qué comedia es?
Y Nicolás, tranquilo:
—Esto se llama: basta de vivir a costa nuestra. La boda es vuestro asunto, así que apañaos. ¿Hasta a mamá queríais mandar a trabajar solo para sacarnos unos euros más?
Lucía se levantó de un salto y salió rajando. Carmen se quedó desconcertada:
—¿Tan fuerte había que decírselo? Yo no me importaba trabajar…
Nicolás sonrió:
—Mamá, lo de las vacaciones fue improvisado. Pero, ahora que lo pienso, es buena idea. Vámonos de verdad. La reforma ya está casi lista. Necesitamos descansar todos.
Tres días después, volábamos a Málaga. Mar, silencio, campos de olivos… La mejor decisión en años. Con Lucía y los demás, dejamos de hablar. Y sabes qué… no hubo drama. Solo alivio.