No sabía que, apenas un año después de la boda, me vería ante esta disyuntiva: perder la cordura o perder mi matrimonio. Me llamo Lucía, tengo treinta y dos años, y siempre me creí una persona paciente y justa. Pero hasta los más tolerantes tienen un límite, y el mío llegó. Ahora mismo, estoy al borde de esa línea.
Cuando conocí a Javier, me pareció el hombre perfecto. Atento, cariñoso, con un gran sentido del humor. Nunca se quejaba, no hablaba de problemas, siempre estaba de buen humor. Salimos durante algo más de un año; él vivía en pisos alquilados, a veces en hoteles. Pensé que era porque no quería que viera el desorden en su casa. ¡Qué equivocada estaba!
Nuestra boda fue sencilla—solo el papel en el registro civil. Javier dijo que no quería grandes celebraciones, y a mí me pareció bien. El dinero nos hacía más falta. Después de firmar, fuimos a lo que él llamó “nuestro hogar”. Y ahí comenzó mi propio thriller familiar. Porque en ese piso no nos esperaba el romanticismo… sino Doña Carmen, mi suegra. Y, como descubriría después, eso era solo el principio.
Esa mujer—su madre—apareció en nuestras vidas como una sombra del pasado. Ronda los ochenta años, pero, a pesar de su edad, está llena de energía, rápida y, francamente, manipuladora. Corre por la casa como una loca, pero en cuanto le pides algo, se agarra el pecho, suspirosa, y cae sobre el sofá con aire de mártir. Tiene un talento especial para convertir cualquier charla en un drama.
Intenté hablar con Javier. “¿Y si alquilamos algo aparte para ella?”, sugerí. Pero él negó con la cabeza. “¿Estás loca? Mamá no puede vivir sola. Es mayor, tiene miedo.” ¿Y yo? ¿Y nosotros? ¿Qué hay de nuestra intimidad cuando en el dormitorio cuelga un cuadro de su padre con pose de santo y, al otro lado de la pared, ella pone la radio a todo volumen a las seis de la mañana para cantar “La Macarena”?
Lo intenté. De verdad. Durante dos meses, lavé sus tazas, aguanté que husmeara en mi armario, que criticara mi ropa, mi comida, incluso… mi vida íntima. Una vez llegué del trabajo y me soltó:
—¿Por qué estás tan pálida? Javier no se estará esforzando mucho, ¿no?
Me quedé sin palabras.
Hasta que un día, navegando por el móvil, vi un reportaje sobre residencias de ancianos de nueva generación. Pensiones luminosas, acogedoras, con atención médica, comidas y actividades. Allí no se limitan a existir, sino que viven: pintan, bailan, socializan. Llamé, pregunté los precios—y me quedé helada. Un mes allí costaba lo mismo que alquilar un piso pequeño en Madrid. Entonces se me ocurrió el plan.
No le dije nada a mi marido. Simplemente lo organicé todo. Al principio, mi suegra se resistió, pero al ver que no era un lugar gris y triste, sino con jardines, abuelas elegantes y conciertos por la tarde, cedió. Hasta floreció—como si hubiera recuperado una segunda juventud.
Ahora estoy sentada en el piso vacío, sin saber cómo decirle a Javier que su madre lleva una semana en una residencia, rodeada de cuidados y compañía, mientras yo ya no siento ganas de escapar al tejado.
Por un lado, miedo. Por otro, alivio. Por fin puedo dormir de noche, pasear por casa en bata, poner mi música sin que me diga que es “cosa del demonio”. He vuelto a respirar. A vivir.
Esta noche se lo diré. Porque si no, todo irá a peor. Y entonces sabré si me equivoqué no solo con su madre… sino también con él.