Comenzar desde el principio

Silencio. Es tan sepulcral que Ramón, aún medio dormido, no sabe qué lo ha despertado. No suena el despertador, ni la cocina se agita, ni el agua del baño hace ruido. Sólo el zumbido monótono del frigorífico, pegado a la pared, y el retumbar lejano de Madrid fuera de la ventana.

Él yace y escucha aquel vacío. Ayer la casa rebosaba vida: el crujido del suelo bajo los pasos rápidos de Begoña, el susurro de las páginas del libro que leía en su sillón, el irritante raspón de las uñas del gato sobre la tapicería. Ahora el gato se ha ido con ella, y el sofá queda vacío y ajeno.

Lo primero que le urge es coger el móvil y mandar a alguien: «¡Quedamos en el bar de la Plaza Mayor, ya!» para derramar con los amigos todo su dolor, amargura y rabia. Pero se lo prohíbe a sí mismo. Otro impulso, más bajo, le dice que busque a cualquiera, sólo para llenar esa hueca ausencia durante la noche. Un camino fácil de autodestrucción, familiar y tentador.

En vez de eso Ramón se levanta, va a la cocina y prende la tetera. Mientras hierve, su mirada recae en el perchero del vestíbulo, donde aún reposa la chaqueta de lana que Begoña adoraba. «El hacha en la cabeza», recuerda de repente el artículo que leyó hace una semana, en el punto más bajo de su desesperación.

«Vamos, hombre, es hora de sacar el hacha», se dice en silencio.

Empieza con lo pequeño. Recoge todas sus cosas que ella no se llevó: la chaqueta, el libro que quedó, el cuaderno seco, la taza con gatitos. Las mete en una caja de cartón. No la arroja ni la rompe, como le dictaría la ira, sino que la empaqueta con cuidado y la lleva al trastero. Más tarde la entregará, sin escándalos ni reproches. Luego lava la ropa de cama, dejando que se ventilen los restos del perfume que ella usaba. Borra las fotos compartidas del móvil y vacía la papelera. Cada gesto es como retirar una venda sucia de una herida. Duele, pero es necesario.

El siguiente paso es el tiempo. Le abunda tanto que pesa sobre sus hombros como una carga. El tiempo que antes se consumía en cenas conjuntas, en el cine, en charlas sin sentido pero tiernas. Ahora necesita llenarlo, no con alcohol ni con lástima, sino consigo mismo.

Se suscribe a un gimnasio en la calle Serrano. Las primeras sesiones son un infierno. Se entrega hasta el punto de vomitar, descargando en las máquinas toda su rabia, decepción y dolor. Las gotas de sudor sobre el suelo de goma parecen lágrimas. Pero cada semana su cuerpo se vuelve más fuerte y su mente más serena.

Apunta a clases de italiano, aquello que siempre habían querido hacer pero que siempre posponían. Ahora va solo. Las complejas estructuras gramaticales desplazan los pensamientos obsesivos. Incluso viaja a la costa de Alicante, a ese pueblecito que Begoña nunca quiso visitar. Sentado al atardecer en el muelle, contempla el horizonte y, por primera vez en meses, siente una melancolía ligera y un destello de libertad.

Hay días duros. Por la noche le despiertan recuerdos: la risa de Begoña con la cabeza echada hacia atrás, o una discusión insignificante. No los rechaza. Simplemente yace y siente el dolor, tal como aconsejaba el artículo, dejando que suba y baje como las olas. A veces sube al coche, se aleja de la ciudad, escala una colina desierta y grita con todas sus fuerzas. Grita hasta quedarse sin voz, hasta que dentro se instala esa silencio deseado.

Una tarde hurgando entre papeles viejos encuentra la foto de su boda. Ramón espera una oleada de tristeza o ira. En lugar de eso mira a dos personas felices, ajenas al futuro, y piensa: «Sí, fue. Fue hermoso. Y ya terminó».

No siente venganza ni deseo de volver atrás. Sólo una nostalgia ligera y la certeza de que ese capítulo está cerrado.

Esa noche se reúne con sus amigos. Ríen, comparten noticias, hacen planes. Ramón se percata de que no ha pensado en ella durante toda la velada. Está allí, aquí y ahora, íntegro, aunque aún lleve una cicatriz en el alma, ya curada.

Se mira en la vitrina de la cafetería: está más erguido, tranquilo, con la mirada clara. No se veía así desde hace mucho tiempo, quizá nunca.

El «hacha» ha sido sacada. La herida ha cicatrizado. Y por fin está listo para seguir adelante, sin la carga del pasado, ligero. Su vida, la que siempre soñó, apenas comienza.

De pronto, un hedor repugnante lo golpea la nariz. No entiende qué ocurre. La habitación parece flotar, lenta, como si emergiera de la niebla. Está tumbado en el sofá, sin ropa, cubierto de manchas desconocidas.

Intenta sentarse y el mundo se inclina. La cabeza retumba. Una ola helada de terror recorre su cuerpo.

No es la casa luminosa y limpia de sus sueños. Es un chabola. Botellas vacías de cerveza y whisky, como soldados caídos, cubren el suelo. En la mesa reposa una cenicera humeante, repleta de colillas. Ropa sucia se amontona por doquier y el televisor muestra la intro de un programa nocturno.

Con dificultad se levanta y se arrastra al baño, agarrándose a los azulejos. La luz brillante le quema los ojos irritados. Entonces ve su reflejo. Un hombre desaliñado, sin afeitar, con la cara hinchada y los ojos rojos, llenos de vergüenza y vacío. Es él, Ramón.

Toda la claridad, la fuerza y la sensación de plenitud que había experimentado ese día se disuelven, dejando tras de sí una resaca amarga y una peor resaca del alma.

Todo eso ha sido un sueño. Todo el camino las cajas, el gimnasio, el italiano, el atardecer en el muelle no fueron más que una artimaña de la mente para huir de una realidad insoportable. Una fuga que parecía eterna, pero que en realidad duró solo una noche.

Toca su rostro en el espejo. La piel está grasienta, la barba le araña los dedos. Esa es su verdadera condición: no el hombre exitoso y atlético, sino el ser abatido que trata de ahogar su dolor en alcohol barato y autoengaño.

El silencio en el piso vuelve a ensordecerlo. Pero ahora es el silencio de un callejón sin salida, sordo y sin luz. El sonido más aterrador es el tictac del reloj, implacable, contando el tiempo que está desperdiciando.

El sueño no ha curado; ha sido un espejo que le muestra su cara real. Ese reflejo es tan repugnante que quiere cerrar los ojos y huir, pero ya no hay a dónde ir.

Ramón se queda inmóvil, mirando esa imagen de sí mismo, del hombre sucio con la sudadera manchada y el caos a su alrededor. Un sabor desagradable se aferra a su boca y un vacío quemado llena su interior. El sueño fue tan vívido, tan real y el despertar, tan cruel.

Recoge la primera botella vacía que encuentra y la lanza con fuerza al cubo de la basura. Choca contra el borde y se rompe. Lo repite con dos más. No grita, no llora. Con rostro de piedra, comienza una guerra contra el desorden que ha convertido su vida.

Recoge todo el trasto, saca bolsas con botellas y fragmentos. Abre de par en par la ventana, dejando entrar el aire frío y fresco, libre del olor a aguardiente y de la melancolía. Prepara un café fuerte; sus manos tiemblan.

Vuelve a mirar el espejo. La mirada sigue siendo cansada y dolida, pero en lo profundo de esos ojos empañados, como un rayo tenue en una charca sucia, arde una chispa. No de esperanza, sino de ira blanca, helada, contra sí mismo.

Busca en el móvil, revisa contactos y encuentra el número de su antiguo compañero de clase, Alejandro, que hace un mes le había ofrecido ayuda como psicólogo. Entonces marca.

¿Alejandro? su voz cruje como una puerta oxidada. Necesito tu ayuda.

Cuelga y respira hondo. El camino que soñó fue solo una ilusión, pero indica la dirección. Ramón comprende que para llegar al hombre puro y fuerte de su sueño tendrá que atravesar este infierno, no en la noche, sino despierto.

Y su primer paso no será al gimnasio ni a la academia de italiano. Su primer paso será bajo la ducha. Lavar el día de ayer, lavar al hombre desaliñado con la cara hinchada. Empezar. Desde el principio. Mañana.

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MagistrUm
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