Lucía observaba las albóndigas recién sacadas del horno, ligeramente quemadas por los bordes, sin poder creer lo que escuchaba.
—
Tu fecha de caducidad ha pasado. Exijo el divorcio —declaró su marido, apartando el plato con indiferencia, como si comentara la subida del precio de la gasolina. Ella se quedó inmóvil, espátula de madera en mano. El cactus de la ventana alzaba una espina retorcida hacia el techo, cual testigo mudo: *“Se acabó tu utilidad”*. Cuarenta y siete años, dos décadas junto a Andrés. Su hijo, Antonio, estudiaba en otra ciudad, la hipoteca del piso casi saldada… Y ahora, de repente, todo se reducía a un frío: *“Fecha de caducidad”*.
El mundo pareció volverse una escena en blanco y negro de aquel viejo *Telediario*. Mientras recortaba los bordes carbonizados de las albóndigas, pensó: *“¿Valdrá la pena salvar esto… o ya es tarde?”*. Curioso cómo la mente se aferra a trivialidades ante el caos.
**Rutina, lenta erosión**
Desde primavera, la casa respiraba silencio incómodo. Andrés llegaba tarde del trabajo; los fines de semana, enterrado en informes del nuevo jefe. Ella se refugiaba en su empleo de oficina: facturas, tablas de Excel, noches en el sofá acariciando a su gata, Nieve. Las conversaciones se limitaban a: *“Compra leche”, “Transfiere dinero”, “¿Quién friega hoy?”*. Un muro de hastío crecía entre ellos.
Antonio, de diecinueve años, residía en una residencia universitaria en Valencia. Llamaba ocasionalmente, pidiendo ayuda económica. En verano, propusieron una paellada en la huerta, pero la lluvia o el cansancio de Andrés lo frustraron. Ya entonces, Lucía intuía que compartían techo, no vida.
**Catalizador**
El terreno estaba abonado. Hacía semanas, al atascarse el fregadero, Andrés espetó: *“Eso es cosa de hombres, no te metas”*, pese a nunca ocuparse de reparaciones. Luego, la vecina del tercero, Tía Carmen, preguntó en el rellano: *“¿Celebraréis vuestro aniversario?”*. Ambos bajaron la mirada: había pasado un mes.
Pero nada la preparó para la crudeza de su frase:
—¿Divorcio? ¿En serio?
—En serio —respondió él, evitando su mirada—. Estoy agotado. Esto lleva años pudriéndose.
**Noche en vela**
Durmió en el sofá del salón, donde veía sus series. Nieve ronroneaba a sus pies. Andrés se encerró en el dormitorio. Por la mañana, preparó café automáticamente. El cactus, ladeado en su maceta, mostraba un capullo diminuto. *¿Florecerá después de cinco años?*, dudó.
En la oficina, entre montañas de documentos y compañeros jugando al *Trivial* en el descanso, una idea martilleaba: *¿Soy una lata oxidada en la despensa?*.
Al llamar a Antonio, él susurró:
—Mamá, lo notaba. Estoy contigo. No dejes que te humille.
**Intromisión de la suegra**
La suegra llamó al día siguiente, omitiendo su habitual charla sobre los geranios del balcón:
—¿Divorcio? ¡Andrés no me contó nada! ¿Abandonar la familia a su edad?
—Yo no lo decidí —murmuró Lucía.
—Pues no supiste cuidarle. ¡Con cuarenta y ocho años! Debiste proteger su paz, no encerrarte en tu trabajo…
Contuvo las lágrimas. ¿De qué servía discutir? La suegra vivía en un pueblo de Cuenca