Creía que ponerle candado a la nevera era una broma. Uno de esos memes absurdos que ves en internet. Hasta que lo vi en persona: un candado de hierro con su llave, en una tienda de menaje del hogar. Me quedé mirándolo y, por primera vez en serio, me lo planteé: ¿y si lo compro? No para esconder la comida de los niños ni de los ladrones, sino de mi esposo…
Me llamo Lucía, tengo treinta años, vivo con mi marido y mi hija en Valencia. Trabajo sin parar, como una hormiga, como se suele decir aquí. Pero, entre tanto ajetreo, lo que más me agota no es el trabajo ni la niña, sino el hombre con el que comparto techo. Mi esposo, Javier, no ve más allá de su plato. Come. Sin parar. Sin límites, sin escrúpulos, como si fuera lo único que importara.
Llego a casa cansada, sabiendo que en la nevera hay algo para la cena—un trozo de carne, algo de queso, quizá un yogur para mi hija. Abro la puerta y está vacía. No es que falte un poco, es que no queda nada. En silencio, sin avisar, se lo ha comido todo. Durante la noche. Embutidos, queso, incluso las fresas que compré para la niña… desaparecen como en un agujero negro.
Hace poco le compré fresas a mi hija. ¿Sabéis lo caras que están ahora fuera de temporada? Pero las vio en el supermercado y me las pidió. No pude decirle que no. En casa las comió poco a poco, con tanto cuidado, disfrutando cada bocado… Guardé la mitad en la nevera para el día siguiente. Por la mañana, el táper estaba vacío. Se lo había comido todo. Hasta la última fresa. Y encima se rio: «Pues compra más, mujer. Hasta tenemos dinero, ¿cuál es el problema?»
El problema, Javier, es que no piensas. Ni en tu hija ni en mí. No preguntas, no te importa, solo comes como si lo que hay en casa fuera tuyo por derecho. Y yo… me siento como la despensera de un bar, corriendo a comprar y cocinar sin parar. ¿Te comes el último chorizo? Ni remordimientos, ni ganas de compensarlo de alguna manera.
Él creció con una madre que lo llenaba de comida desde pequeño. Platos enormes, caprichos a todas horas. Es alto, en su juventud hacía deporte, pero las costumbres se mantienen. Yo, en cambio, crecí con moderación. Intento que mi hija aprenda lo mismo: valorar lo que tiene, sin excesos. Pero su padre le da el peor ejemplo: devorar todo sin pensar.
No es cuestión de dinero. Vivimos bien: yo trabajo en un estudio de diseño, él en una empresa de logística, los ingresos son estables. Es cuestión de respeto. De pensar en los demás. ¿Lo ves? Pregúntate a quién le importa. ¿Era para nuestra hija? ¿Lo había guardado yo? ¿Tan difícil es?
Y aquí estoy, otra vez, frente a la nevera vacía. Otra vez con esa rabia que se enreda en el pecho. Estoy harta. No me casé para ser la cocinera. Quería ser una mujer amada, una madre, una compañera. No el servicio a domicilio de un hombre que solo ve el sofá y el plato de comida.
Le digo que no vive en familia, sino como un soltero con acceso ilimitado a nuestra nevera. Y él solo se encoge de hombros: «Pues será que no eres buena ama de casa, si la comida no te dura. Las mujeres organizadas siempre tienen de todo.» ¿En serio? ¿Y si compramos también un robot que planche por mí?
Cada día pienso más que quizá no necesito un candado para la nevera, sino una llave para mi vida. Una en la que no tenga que ser la criada. Una en la que alguien me escuche. Una en la que sea algo más que la esposa de alguien… una persona a la que respeten.







