Colmaré tu alma de amor

**Llenaré tu alma de amor**

Nadie habría imaginado que dos mejores amigas, inseparables desde la infancia, terminarían separadas por el rencor, el dolor y el silencio. En el pueblo de Valdeflores, donde las casas se alinean en dos hileras y todos conocen la vida del vecino, los rumores corrían de boca en boca:

—¿Te has enterado? Antonia y Lucía ya no se hablan. Antes eran uña y carne, siempre juntas… Y ahora, como si fueran extrañas.

La verdad era que el silencio entre Antonia y Lucía no había surgido sin motivo. Las raíces de ese distanciamiento se remontaban a la juventud de sus hijos. Marta, hija de Antonia, y Adrián, hijo de Lucía, habían sido amigos desde la cuna. Juntos fueron al colegio, al río, recogieron setas, pescaron, construyeron cabañas y soñaron con el futuro.

Marta era un torbellino: valiente, tenaz, siempre la primera en meterse en líos. Adrián, en cambio, sereno, reflexivo, con una sonrisa cálida y una mirada que decía más que mil palabras. Ella lo arrastraba tras de sí, y él la seguía. Así había sido siempre.

Sus madres, Antonia y Lucía, también eran como hermanas. Vivían una al lado de la otra, separadas solo por una valla, entrando y saliendo sin llamar. Su amistad venía de tiempos de sus abuelas, e incluso se casaron casi al mismo tiempo—con hombres que, con el tiempo, demostraron no ser de fiar.

Antonia fue la primera en divorciarse. Un moratón bajo el ojo, la mirada perdida… Era evidente. Su marido, un borracho violento, la había golpeado. Lo echó de casa sin mediar palabra. Lucía la apoyó, aunque ella también sufría: su esposo empezó a insinuar que Adrián no era su hijo y, en un arranque de ira, hasta agarró un cuchillo.

—¿Te imaginas? Dice que mi hijo no es suyo—se reía amargamente Lucía—. Como si yo fuera… Pero solo he estado con él.

Ambas se quedaron solas. Con sus hijos. Pero resistieron.

Adrián se hizo conductor tras el instituto. Marta se marchó a Madrid a estudiar en la universidad. Él se fue luego al servicio militar. Ella volvió para despedirlo. Pasaron tres días pegados el uno al otro.

Y después… llegó la distancia. Marta, al principio, regresaba cada semana—con dulces, con noticias. Visitaba a Lucía, le contaba las cartas de Adrián, cómo le iba. Pero con el tiempo… cada vez menos. Después de marzo, desapareció por completo.

—¿Qué pasa con Marta? Ya no viene—preguntaba Lucía a Antonia.

—Está ocupada. Exámenes.

Pero Lucía notaba que algo no encajaba. Su amiga se había vuelto callada, los ojos apagados. Un día, Antonia anunció que iría a Madrid—”a verla”.

Volvió más silenciosa aún.

—Cuéntame—se plantó Lucía esa noche—. ¿Qué pasa realmente?

Antonia suspiró.

—Bueno… Marta se ha casado. Espera un niño.

El mundo se derrumbó. Lucía salió disparada como si le hubieran echado agua hirviendo. Esa misma noche, le escribió a Adrián en el cuartel. Lo que siguió… fue dolor, silencio, hielo.

Tras la mili, Adrián no volvió. Se fue con un compañero al norte, a trabajar en una plataforma petrolífera, matándose a trabajar. Solo el cansancio le ayudaba a olvidar. En tres años, solo regresó una vez—para ayudar a su madre. Y Marta… Marta había desaparecido. No se la veía ni con marido ni con el niño.

Hasta que… una mañana, la cartera trajo noticias.

—Antonia está enferma. Te pide que vayas. Dice que es urgente.

—No nos hablamos—se negó Lucía.

—Pero insiste. Personalmente.

Lucía fue. Entró en la casa… Antonia yacía en el sofá, arropada. Pastillas, un vaso de agua.

—¿Qué te pasa?

—Se ve que todo se acumuló…

Pasó un largo silencio. Hasta que Antonia tomó la mano de su amiga y susurró:

—Perdóname, Lucía. Tengo que contarte algo…

Y se lo contó. Todo.

Una hora después, Lucía salió disparada, agarró el teléfono.

—Adrián, ven. Estoy mal… Muy mal. Ven lo antes posible.

Él llegó dos días después. Y se sorprendió—su madre estaba animada, cocinando, riendo.

—Mamá, ¿de verdad estás enferma?

—Todo está bien, hijo… Es que te echo de menos.

—Voy al río, ¿vale? Lo necesito.

Se quedó allí, mirando el agua—y por un instante, vio a Marta. Su risa, sus ojos… El dolor le arañaba por dentro.

—Hola, Adrián—oyó a sus espaldas.

Se dio la vuelta. Era ella. Marta. Y a su lado… un niño. De tres años, rizado, con sus ojos. Con su mirada.

—¿Esto…?

—Es tu hijo—dijo ella con calma—. Este es Óscar. Óscar, este es tu papá.

—Pero… ¿cómo? ¿Por qué?

—Nunca hubo marido. Todo lo que te contaron fue mentira. Mi madre no quería que deshonrara a la familia. Me prohibió venir. Y la tuya… te dijo que te habías casado.

—¿Yo? ¿Casado? Jamás. No he estado con nadie.

—Tampoco yo lo creí. Hasta que mi madre cayó enferma. Dejó de comer, se encerró en sí misma. Hasta que rompió a llorar. Me lo confesó todo. Quería que supieras la verdad… que eras su padre.

Adrián se quedó mudo. Luego, lentamente, se arrodilló y abrazó al niño. Las lágrimas le quemaban las mejillas.

—Perdóname… por todo. Pensé que te había perdido para siempre.

—Pero aquí estoy. Y Óscar también. Te hemos esperado, Adrián. Todos estos años.

—Lléname el alma de amor, Marta… Por favor…

—Ya lo estoy haciendo—susurró ella, abrazándolo—. Vamos a vivir. Juntos.

Y caminaron junto al río, hacia la casa donde dos mujeres, unidas por algo más fuerte que el rencor, las esperaban. Esperaban la reconciliación, el perdón… y el comienzo de una nueva familia. Con una felicidad tardía, pero verdadera.

Rate article
MagistrUm
Colmaré tu alma de amor