“Llama a Ludmila, por favor…”
Desde por la mañana, a Rosa le perseguía la sensación de que algo iba a pasar. Pero, en realidad, todo lo importante ya había ocurrido. El amor, la familia… y ahora estaba sola. Su marido, con quien vivió treinta y seis años, había fallecido dos años atrás. Su hijo tenía su propia vida, dos niños, todos sanos. “Será el ánimo del día de mañana”, pensó. Al fin y al cabo, era el 8 de marzo.
Entonces lo recordó. No habría nadie para regalarle mimosas o tulipanes. “¿Pero qué digo? Está Alejandro, mi hijo. Seguro que pasará a saludarme”.
Antes tenían una casita en el campo, pequeña, con su huerto. Sus padres la compraron tras aquellos años difíciles de crisis. Mientras trabajaba, solo iba los fines de semana o en vacaciones. Pero al jubilarse, pasaba todo el verano allí, volviendo a la ciudad solo para comprar y lavarse.
Aquel verano fue especialmente seco y caluroso. Cada día regaba las plantas. Su marido llegó un viernes, como siempre, después del trabajo. Rosa notó al instante su palidez.
—Estoy bien, solo es el calor —se encogió de hombros ante su preocupación.
—Descansa. Ya termino yo —le dijo mientras él se sentaba en el banco, apoyado contra la pared caliente de la casa, observándola regar. Pero cuando Rosa se acercó, supo que algo iba mal. Parecía dormitar. Al tocarlo, se desplomó de lado. Murió allí, en silencio, bajo el sol de la tarde.
En otoño, vendió la casita. No podía volver. Siempre le parecía verlo sentado en aquel banco. Su hijo la apoyó.
—Hiciste bien. ¿Para qué sufrir si hoy todo se compra en el supermercado?
Él viajaba con su familia a la playa. El dinero de la venta se lo dio a su hijo. “Él lo necesita más. A mí me basta con la pensión”. Pensó en volver a trabajar, pero Alejandro la disuadió.
—Ganarás cuatro perras y te gastarás el doble en médicos —le dijo, usando las mismas palabras que su padre.
Así que se quedó sola. Claro, echaba de menos manos masculinas en casa, pero su hijo llamaba a los técnicos si algo se rompía.
Los últimos años con su marido habían sido tranquilos. Pero de jóvenes… ¡Cuántas peleas! Casi llegaron a divorciarse. Él nunca fue descarado, pero las mujeres notan esas cosas. Un día, no aguantó más, lo echó de casa.
Él preparó una maleta, se sentó en el sofá… y entonces llegó Alejandro del colegio. Tenía diez años. Vio la maleta y lo entendió todo.
—¿Me vas a odiar? —preguntó su padre.
—Sí —contestó, cerrando la puerta de su habitación de un portazo.
Su marido suspiró, dejó la maleta detrás del sofá.
—¿Me das de cenar?
Esa noche comieron en silencio. Al día siguiente, al volver del trabajo, Rosa corrió a mirar detrás del sofá. La maleta había desaparecido. Se le encogió el corazón. Hasta que la vio en el altillo. Abrió el armario: sus camisas seguían colgadas.
Cuando él llegó, ella le lanzó:
—No deberías haber deshecho la maleta.
Él no contestó, pero desde entonces, si se retrasaba, avisaba. Con los años, se llevaron mejor. “Ojalá hubiéramos sido así desde el principio”.
Ahora recordaba solo lo bueno. ¿De qué servía guardar rencor? La soledad tenía sus ventajas: menos limpieza, comidas sencillas… Podía ver sus series sin que él pusiera el fútbol a todo volumen.
Pensó en comprar un gato, pero el pelo… Además, nunca fue muy de animales.
Mañana era el 8 de marzo. ¿Un pastel? ¿Para quién? Mejor haría magdalenas de chocolate para sus nietos. Mientras amasaba, se quedó dormida frente al televisor.
Un timbrazo la despertó. El corazón le dio un vuelo. Hacía mucho que no recibía visitas. ¿Alejandro? No, él tenía llave.
Se arregló el pelo frente al espejo y abrió. En el umbral, un hombre con tulipanes. Ni joven ni viejo, canas, traje sencillo.
—¿A quién busca?
—¿Podría llamar a Ludmila?
—Aquí no vive ninguna Ludmila.
Él insistió, desconcertado. Rosa cerró la puerta, pero al oírlo marcharse, algo le dio pena. Al rato, volvió a llamar.
—Llévese al menos las flores —dijo él, resignado.
Esta vez lo dejó pasar. Se llamaba Andrés, venía de Almería. Buscaba a una mujer que conoció el verano pasado, pero el papel con su dirección se le había perdido.
—Si alguna vez quiere ir a la playa, tenga mi casa —le ofreció.
Rosa sospechó: “¿Ahora me mira a mí?”. Pero él añadió rápidamente:
—Sin segundas intenciones. Solo un gesto de agradecimiento.
Cuando se fue, llegó Alejandro con tulipanes más grandes.
—¡Madre! ¿Dejaste entrar a un desconocido?
Ella le contó la historia.
—Pues si es buena persona… Podrías ir. Hace años que no sales.
Esa noche, mezcló los tulipanes de Andrés con los de su hijo. Quedaron preciosos.
Dos días después, él llamó:
—Ya llegué. Gracias por todo. Si viene, aquí la espero.
Rosa sonrió. “¿Por qué no? Solo un viaje a la playa…”. Y al pensarlo, sintió que algo dentro de ella se iluminaba.