¡Qué cosas pasan en la vida! —pensaba Serafina para sí—. A veces la gente vive junta durante años y, de repente, se separan así como si nada. Es increíble. Conozco a mucha gente así, y yo misma soy así. Bueno, no viví tanto con mi tirano, pero ese capítulo ya pasó.
Serafina se había jubilado hacía poco y vivía sola. Su hija, Lucía, estaba casada y vivía en Madrid con su familia. Se fue del pueblo después del instituto, estudió en la universidad y allí conoció a su marido. Ahora solo venía de visita de vez en cuando, entre el trabajo y las obligaciones, ya no tenía tiempo. La nieta iba al colegio.
Cuando aún trabajaba, sus compañeras le decían:
—Serafina, ¿cómo es que sigues sola? Hay tanto hombres solteros por ahí. Viudos, divorciados… Gente a la que la vida no les salió como esperaban. Anúncios hay muchos, en los periódicos, en revistas, hasta en internet.
—Pero qué va, qué vergüenza llamar yo primero —se defendía—. Además, si un hombre está divorciado, algo raro tendrá. Las mujeres no dejan a un buen marido, y los buenos ya están casados. No me fío.
—Serafina, nadie te está pidiendo que te cases ya. Hablas, y si no te gusta, pues no vuelves a llamar. ¿Qué tiene de malo? —insistía Carmen, que justo así había conocido al suyo por un anuncio en El País, y ahora vivía feliz dando consejos a todo el mundo.
Al final, Serafina se animó. La primera vez le dio cosa llamar a un número de un anuncio, pero luego pensó:
—Al fin y al cabo, ¿qué pasa? Hablamos por teléfono, no nos vemos. Si no me gusta, pues no le vuelvo a llamar.
Probó con varios. Hombres de todo tipo, y desde la primera conversación ya sabía si valía la pena seguir. Incluso empezó a cambiar de opinión.
—Puede que en un divorcio no siempre tenga la culpa el hombre. Las mujeres también somos complicadas. Al final, cada familia es un mundo.
Así que de vez en cuando hablaba con alguno, pero ninguno le convencía. Prefería evitar a los divorciados, no se fiaba. Hasta que conoció a uno. Se llamaba Antonio. Desde la primera llamada le cayó bien. Se hablaron mucho tiempo.
Antonio vivía en un pueblo cercano, tenía casa propia y hasta un pequeño huerto. Un día la invitó:
—Serafina, ¿por qué no vienes a verme? Ya hemos hablado bastante. Si no te hubiera caído bien, no seguirías llamando. Te recojo en la parada, ¿vale?
—Vale —aceptó ella.
Le gustaba cómo hablaba, cómo trataba a las mujeres. No hablaba mal de su exmujer. Según él, se habían divorciado después de muchos años de matrimonio, cuando los hijos ya eran mayores.
—¿Y los hijos? ¿Los ves? —preguntó Serafina.
—No. Están con su madre. No me llaman, ni vienen —respondió él.
Eso le hizo ruido.
—Pase lo que pase entre los padres, los hijos no deberían dejar de hablar con su padre —pensó—. Si no lo hacen, será por algo grave.
Al final, decidió ir. Antonio le explicó:
—Bajas en el cruce, donde está la subestación eléctrica. Ahí te espero.
—Vale, espero no perderme —dijo ella.
Iba nerviosa en el autobús, pero se tranquilizó. Al bajar, vio a un hombre alto y agradable sonriéndole.
—¿Serafina?
—Sí, soy yo —respondió con una sonrisa que a él le encantó.
—Pues yo soy Antonio. Vamos, el coche está ahí —señaló un todoterreno negro—. Te enseñaré cómo vivo.
Serafina se alegró de que la recibiera con flores y de que no la hiciera esperar. Llegaron pronto a la casa. Era grande, de dos pisos, con un patio impecable.
—Se nota que aquí vive gente trabajadora —pensó.
Adentro, todo estaba ordenado y acogedor.
—Debe de ser limpio, si la casa está así después de años sin su mujer —pensó.
Pero luego empezaron las dudas.
—¿Cómo pudo dejar esta casa? Tanto esfuerzo puesto aquí…
Antonio la invitó a sentarse.
—Vamos a tomar algo. ¿Te ayudo? —preguntó ella por educación.
—No, no, yo me encargo —dijo él.
Sacó las tazas, sirvió el café y hasta cortó el bizcocho con cuidado.
—¿Quieres vino? —preguntó.
—No, gracias, no bebo mucho.
—Bien hecho. Yo tampoco, solo en ocasiones.
Charlaron un rato. Ella admiró la casa.
—Es preciosa. Se nota que la cuidas mucho.
—Claro, una casa necesita manos que la mantengan. Si no, se viene abajo —dijo él.
Terminaron de tomar el café y, de repente, Antonio soltó:
—Bueno, Serafina, ahora te toca la prueba.
—¿Qué prueba?
—Limpia bien la mesa, friega los platos y luego el suelo. Después iremos al establo a ordeñar la vaca.
Serafina se quedó helada. Si él se lo hubiera pedido con tacto, lo habría hecho sin problema. Pero así…
—El suelo no lo voy a fregar. Podrías habérmelo pedido de otra manera. No me gusta que me vigilen mientras limpio —dijo tajante.
Antonio intentó tomárselo a broma, pero insistió con lo de la vaca. Ella se negó. Entonces él se sinceró:
—Mira, si vienes a vivir conmigo, tienes que traer tu ajuar. Vaca, gallinas, ovejas… Nada de venderlas a la familia. Yo las recojo.
Serafina se rio.
—¡Vaya fresquito! Ni siquiera he dicho que quiera algo contigo, y ya estás repartiéndome tareas. ¿Crees que porque me guste tu casa ya estoy deseando mudarme? No, gracias. No me gustas tú, ni tu vaca, ni tu casa. ¡Dios me libre de un hombre como tú!
Agarró su bolso y salió. Camino a la parada, una vecina la alcanzó.
—Ese Antonio siempre trae mujeres a limpiarle la casa. Ni así está contento. A su exmujer la tenía loca con órdenes. Cuando se divorciaron, no la dejó llevarse ni las macetas. Solo su ropa. Intentó demandarle por la casa, pero no sé si lo consiguió. Huye de ese hombre.
Ahora Serafina lo tenía claro: de un buen marido, ninguna mujer se va.