Tras la pelea con Lola, Álvaro se sentía ligeramente culpable. Acababa de divorciarse y, aunque había empezado a salir con Lola, su compañera de trabajo, la relación no era nada tranquila. Lola era voluble y siempre encontraba motivo para discutir.
Podría haber dejado pasar este chaparrón, pero las caprichosas de Lola ya me tienen harto pensó, mientras conducía su coche de regreso a casa desde la oficina en el centro de Madrid. Si nos peleáramos a solas sería suficiente, pero ella lo hace delante de todo el equipo y los colegas se parten de risa. Aún no entiendo cómo he llegado a tolerarla. Mejor borrar su número
Al atardecer, Álvaro decidió relajarse: cenó, se tiró al sofá y, sin mucho entusiasmo, dejó que la pantalla del televisor brillara mientras pasaba la mano por el móvil. Tenía el ánimo algo decaído
Leocadia, que ya dormía, fue despertada por el timbre del móvil. Era una llamada de un número desconocido, pero contestó con la voz medio adormilada.
¿Sí?
Hola le llegó una voz masculina desconocida, ¿todavía estás molesta?
No respondió Leocadia, aunque aún medio soñolienta, percibiendo que la frase no le pertenecía.
Vale, lo siento, me dejé llevar. Pero entiende que montar un escándalo delante de todos es poco elegante, y yo también me he sentido ofendido. De hecho, borré tu teléfono al instante, aunque ahora recuerdo cada dígito Déjame pasar por tu casa.
¿Ahora? miró el reloj; marcaba la una de la madrugada.
Leocadia no tenía ánimo de explicar que había marcado el número equivocado; perdería tiempo y, sin más, contestó:
Ven, cortó la llamada.
Ni siquiera se molestó en pensar en aquel desconocido; sólo imaginó que él había ido tras su propia pareja y se dejó caer en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, mientras se terminaba el café y guardaba la taza en el armario, el móvil volvió a sonar.
¡Madre mía! ¿Quién será a estas horas? exclamó, reconociendo el número que había llamado la noche anterior.
Hola repitió la misma voz.
Hola. Anoche mi chica me echó de casa y cerró la puerta en mi cara dijo el hombre con una extraña jocosidad.
Vaya, parece que no te ha molestado respondió Leocadia, y los dos empezaron a tutearse de inmediato.
Sí, tienes razón Pero ahora, como buena mujer, deberías compensarme el daño moral.
Leocadia soltó una carcajada sincera y después quedó perpleja.
¿Yo? ¿Qué tiene que ver conmigo? Deberías haber anotado mejor el número.
¿Por qué no lo dijiste antes que estaba equivocado?
Porque quería dormir. Los caballeros no molestan a sus damas a esas horas.
Tal vez tenga razón, pero me debes una cita
Eso es demasiado, estás soñando
¿Y por qué no? Si nos conocimos anoche, no será en vano.
Pues no nos conocimos.
Yo soy Álvaro. ¿Y tú?
Leocadia contestó sin pensarlo.
¡Encantado! Me encanta tu nombre se rió Álvaro. ¿Qué tal si nos vemos esta noche, en la cafetería La Suerte, a las seis?
¡Dios mío! Ni siquiera te he visto y ya me propones quedar ¿Seré una anciana fea como la bruja?
Por tu voz pareces joven y guapa repuso él. Yo también estoy en la flor de la vida. Además, soy medium y lo veo todo Ya me gustas.
Leocadia volvió a reír.
¿Para qué preguntar mi nombre entonces?
Bueno, los médiums también se equivocan. Entonces, ¿nos vemos? Te espero en La Suerte.
No, no pienso quedar contigo. Eres demasiado engreído y presumido repuso ella.
No insisto, pero te aconsejo que lo pienses; tienes tiempo hasta la noche colgó Álvaro.
Leocadia condujo hacia la oficina, atrapada en una ligera confusión.
¿Qué fue todo eso? ¿Quién demonios?
Todo el día giró entre papeles como una ardilla en una rueda; la compañía se preparaba para una auditoría y había que dejar todo impecable. Leocadia, de treinta y tres años, llevaba dos años sin casarse. No tenía hijos; su exmarido nunca quiso que tuviera ninguno. Cuando su hermana menor vino de visita con sus gemelos, el marido se marchó furioso.
No soporto a esos niños que chillan y corren por todos lados. Dile a tu hermana que no venga cuando esté en casa le escupió.
Poco después, el matrimonio se deshizo sin rencores. En la oficina, entre informes y llamadas, Leocadia no volvió a pensar en el mensaje de la madrugada. No tomaba en serio esos encuentros al ciego.
Leocadia, tráeme la carpeta con los documentos que me mostraste ayer ordenó el jefe, entrando al despacho algo me huele raro
Leocadia era una empleada de referencia; su jefe la cargaba de tareas sabiendo que ella, silenciosa, siempre entregaría resultados y, al final, una buena prima. Algunas compañeras, especialmente las de la sección administrativa, le susurraban:
¿Qué hará ahora con el señor Borja? lo llamaban así en secreto, que siempre le mete mano a los papeles. Nosotras no somos tontas Y encima le da la prima.
Rita, la más crítica, soltaba quejas y Timoteo le respondía:
La envidia es cosa de necios, Rita, tú misma no sabes calcular nada sin error. Nuestro jefe ve a través de todo, sabe quién es capaz de qué.
¡Ay, y tú también! ¿Qué, esta lámpara de luz se cruzó?
Timoteo nunca discutía con las mujeres; simplemente aclaraba los hechos con justicia.
Al cerrar la jornada, Leocadia exhaló aliviada; había sido un día productivo. Estacionó el coche y, sin intención, giró hacia la cafetería La Suerte, deteniéndose sin bajarse del vehículo.
Observó a los transeúntes que se acercaban al local. Junto a la entrada estaba un joven con un ramo de rosas blancas, dando la vuelta como esperando a alguien.
El joven se giró finalmente y Leocadia quedó helada.
¡Es Álvaro! exclamó, reconociendo a su primer amor de la época de instituto. No lo había vuelto a ver nunca más.
Álvaro había sido su compañero de curso en el último año de bachillerato; ella estaba en segundo. Muchas chicas le habían lanzado miradas, pero él nunca le había prestado atención porque ella era menor. En aquel entonces, él disfrutaba de la compañía de Lidia, una chica altiva hija del alcalde, que se creía la reina del cole.
¿Será que Álvaro me estaba esperando? No recuerdo haberlo escuchado, ni haberle hablado. Se fue a estudiar a la universidad y nunca volvimos a cruzarnos pensó Leocadia. Bueno, veamos a quién aguarda.
Álvaro giraba la cabeza, como esperando a alguien, y se mostraba algo nervioso. Leocadia bajó del coche y se acercó al café. Cuando la vio, Álvaro sonrió de oreja a oreja.
No me equivoqué pensó. Ella es exactamente ella. Así la imaginaba.
Se acercó y le entregó las rosas.
Leocadia, son para ti.
¿Cómo sabes que soy yo? ¿Y que me gustan las rosas blancas?
Te imaginaba así, y por alguna razón me recuerdas a alguien, respondió él. Elegí las blancas por intuición, no dudé en nada.
¿No me recuerdas? Sé que fuiste tú, que estudiamos juntos, aunque yo era la más joven. No me mirabas entonces.
Leocadia, eras la mejor de la clase de voleibol, recuerdo tus saques, aunque éramos niños. Tenías piernas largas y delgadas; siempre te recordé eso añadió, sorprendido de que ella recordara sus piernas.
Pasaron la noche en La Suerte, conversando hasta tarde, y acordaron volver a verse al día siguiente. Desde entonces se reunían, hablaban y lamentaban el tiempo perdido.
Seis meses después, Álvaro y Leocadia se casaron; un año más tarde nació una niña preciosa y, poco después, un niño. Felices, recordaban a menudo aquellos años de instituto. Aquella extraña y nocturna coincidencia los había llevado al matrimonio, un encuentro a ciegas que, aunque en realidad se conocían de toda la vida, el destino había reunido en el momento preciso.






